Para
el momento en el que escribo este apartado, llevo unos diez años
de práctica, profundización y aprendizaje de este
fértil camino. Cuando allá lejos y hace tiempo conocí
el programa de ocho semanas (MBSR), de ninguna manera deseaba
llevarlo a mi consultorio. No quería que algo más en mi
vida se transformara en trabajo. Estaba agotado de la psicoterapia,
tanto desde el lugar del paciente como desde el rol de
psicoterapeuta.
De
la mano de otros colegas del Centro de Terapia Cognitiva de Buenos
Aires, atravesé un intenso proceso que me fue transformando de
una manera sencilla y gradual pero a la vez radical. El contacto con
la experiencia directa por sobre la intelectualización y las
racionalizaciones explicativas, el retorno respetuoso y minucioso al
cuerpo, la menor reactividad y el incremento de la autoconsciencia no
rumiativa, así como la apertura hacia el amor y la compasión
tanto hacia mí como hacia todos los otros congéneres,
me hicieron sentir que habitaba la mejor versión de mí
mismo.
La
práctica personal me había transformado en otra
persona, y entonces me resultaba inevitable el deseo de llevar este
diamante a los demás. Poco a poco, la Atención Plena
comenzó a filtrarse en mi consultorio. Comencé a
habitar los principios técnicos de la terapia cognitiva y noté
que podía intervenir técnicamente con una calidad y una
hondura diferente.
Hace
ya algunos años, la práctica de Mindfulness está
impactando de una manera fértil, prolífica y
prometedora en todo el campo de la psicoterapia y en especial en el
de la Terapia Cognitiva. Dentro de dicho campo, están saliendo
a luz una buena cantidad de modelos emergentes que configuran lo que
se ha dado llamar "la Tercera ola de psicoterapias cognitivas".
Este
grupo de dispositivos para aliviar el sufrimiento humano implican una
revalorización de los preceptos y procedimientos de los
modelos conductuales de primera generación, con un profundo
enriquecimiento devenido de los aportes, conceptos y prácticas
de Mindfulness y de la psicología budista.
Entre
los tantos que se encuentran en plena ebullición, podemos
mencionar a la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT)
(Hayes, Strosahl y Wilson, 1999, Hayes, Luoma, Bond, Masuda y Lillis,
2006, Hayes y Strosahl, 2004); la Psicoterapia Analítica
Funcional (FAP) (Kohlenberg y Tsai, 1991, la Terapia Dialéctico
Conductual (DBT) (Linehan, 1993); la Terapia Integral de Pareja
(IBCT) (Jacobson y Christensen, 1996), la Terapia Cognitiva Basada en
Mindfulness para la depresión (MBCT) (Segal, Teasdale y
Williams, 2002), entre otros.
La
mayoría de estos procedimientos incluyen articulaciones más
o menos complejas entre la moderna psicoterapia de Occidente y las
perspectivas de la antigua psicología budista. En esta
intersección se generan nuevas maneras de explicar y
comprender el sufrimiento de la psiquis humana.
Pero,
¿cómo articular algo que emerge de un contexto
religioso y milenario, como es Mindfulness, con la psicoterapia
occidental de sólidas estructuras científicas?
Es
un verdadero desafío lograr articulaciones serias y
consistentes que no se tornen en un pastiche,
al decir de la ingeniosa colega española Isabel Caro Gabalda
(2003).
Paul
Fulton (2005) describe la intersección entre Mindfulness y la
psicoterapia como un continuo que va desde un polo implícito,
donde el terapeuta es el que practica e influye en el proceso desde
su práctica personal, hasta un polo explícito, en el
cual se instruye al paciente sobre ciertas prácticas y
procedimientos tendientes a reducir su sufrimiento y aumentar su
bienestar.
En
este apartado me propongo hacer foco en el polo más implícito
del mencionado continuo, desarrollando el impacto que tiene la
práctica del Mindfulness sobre el terapeuta. A grandes
rasgos, y en esto profundizaremos más adelante, un clínico
que practica se torna una persona más atenta y concentrada,
con una mayor tolerancia afectiva y una incrementada capacidad de
aceptación y empatía. Mindfulness puede transformarnos
en profesionales menos reactivos y por ende más ecuánimes,
amorosos y compasivos.
Veamos
entonces, para los que aún no están al tanto, en qué
consiste este fértil y prolífico constructo.
Qué
es mindfulness. Una breve definición y caracterización
Si
bien tenemos la posibilidad de encontrar una buena cantidad de
precisiones en relación a lo que significa exactamente
Mindfulness (o Atención Plena, la traducción que más
se acerca al significado original en el inglés), una de las
que se encuentra más extendida es la acuñada por John
Kabat-Zinn (1994), quien la define como "la consciencia que
emerge del hecho de prestar atención, de una manera
particular: deliberadamente, al momento presente y con aceptación,
sin juzgar".
Lo
primero que resalta de esta frase es que Mindfulness es entonces en
principio un estado de consciencia y que tiene como característica
principal el hecho de habitar la experiencia de una manera directa,
total y en un estado de flexible fluidez perceptual.
El
término originariamente deriva de la palabra "sati",
que en idioma Pali significa "recordar". Pero este no se
refiere a recordar sucesos del pasado, sino que alude a la capacidad
para recordar estar presentes y vivos a la realidad que se nos
presenta un momento tras otro. La palabra viene del latín
"recordari",
formada por "re" (de nuevo) y "cordis"
(corazón):
volver
a pasar la vida por nuestro corazón.
A
raíz de nuestra capacidad simbólica, tendemos a quedar
enredados en los laberintos y vericuetos de nuestra mente,
alejándonos más y más de la crujiente vitalidad
propia de la experiencia directa. En Oriente llaman "estar
dormidos" a este desatento, difuminado e ilusorio modo de vivir
en nuestros contenidos mentales.
Cuando
aprendemos a dirigir nuestra capacidad atencional de manera
intencionada al momento presente, recuperamos la posibilidad de
decidir dónde vamos a estar verdaderamente vivos y
conscientes, y cortamos así el lazo reactivo sostenido con las
ensoñaciones, anticipaciones y recuerdos que nos suelen dejar
atrapados en narrativas simbólicas, tanto en nuestras vigilias
como en los plácidos sueños que nos acunan durante la
noche.
Nuestra
verdadera vida transcurre en el lugar donde está nuestra
atención. Cuando recuperamos la regulación intencional
de esta enorme capacidad cognitiva, recobramos la habilidad de "estar
donde ya estamos",
al decir de Kabat-Zinn (1994). Y entonces podemos habitar la
experiencia del presente de un modo completo y total. Estar de manera
plena en el presente es estar con el corazón de la existencia.
Luego de perdernos en los pasadizos de la mente, volvemos a pasar las
cosas por el corazón.
A
medida que transcurre el fluir de los eventos, y si estamos
verdaderamente atentos, podemos llegar a percibir también el
modo en el que nos vinculamos con ellos.
Y
este es el otro aspecto central que encierra este potente camino. La
verdadera liberación del sufrimiento ocurre en ese recóndito
hiato que existe entre las experiencias que nos llegan momento a
momento y nuestro modo de relacionarnos con ellas.
Hace
más de dos mil quinientos años que la exquisita y
compleja psicología budista descubrió nuestros
condicionamientos más esenciales refrendados luego por la
psicoterapia occidental: nos relacionamos con rechazo a las
experiencias aversivas, con apego a las gustosas y con indiferencia a
las que nos resultan neutras.
Tanto
la evitación de las experiencias desagradables como el
aferramiento a las que nos resultan atractivas y generan placer,
marcan para la psicología budista, la raíz misma de
nuestro sufrimiento psicológico. "El
dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional", nos dice
una antiquísima máxima budista, situando nuestro
padecimiento psíquico en ese intersticio entre las
experiencias por un lado y el modo en que elegimos relacionarnos con
ellas por el otro.
En
este mismo corazón conceptual es donde convergen los
conocimientos de la terapia cognitiva con la antiquísima y
rica tradición del abhidharma,
la sabia psicología budista.
"Las
personas no sufrimos por los eventos, sino por el modo que tenemos de
relacionarnos con ellos", nos dice Epícteto en la
tradición epicúrea, base filosófica de la
mencionada psicoterapia.
Por
lo tanto, junto con ese dominio atencional, desarrollamos la
capacidad de estar en la experiencia sin los vaivenes de nuestros
condicionados apegos y rechazos, podremos despertar a la realidad
viva y plena del momento presente sin la agitada reactividad que
tanto nos confunde y enferma. Además de la atención en
el presente, cultivamos también las difíciles actitudes
de ecuanimidad y aceptación.
Qué
son las competencias psicoterapéuticas
Podemos
caracterizar a las competencias terapéuticas como una serie de
habilidades que deben poseer los profesionales clínicos para
llevar adelante con idoneidad el proceso de tratamiento
psicoterapéutico y que, como tales, son pasibles de ser
entrenadas y desarrolladas.
Tal
vez una de las definiciones más influyentes y más
citadas de dichas aptitudes sea la que proponen Epstein y Hundert
(2002), según la cual, una competencia implica usar
adecuadamente tanto la comunicación, como los conocimientos,
las habilidades técnicas, el razonamiento clínico, las
emociones, los valores y la reflexión en la práctica
profesional con el fin de beneficiar a la persona y su comunidad.
El
terapeuta idóneo interviene cognitiva, emocional, fisiológica
y conductualmente, integrando en su presencia todos los niveles de la
complejidad humana.
Carrasco
(2002), nos propone tres grupos de habilidades terapéuticas:
1)
Para las estrategias terapéuticas
2)
Centradas en el proceso terapéutico
3)
Centradas en la relación terapéutica
Este
último grupo es el que nos interesa destacar para el
desarrollo del capítulo.
Sabemos
por la investigación que las diferentes formas de psicoterapia
producen resultados terapéuticos positivos similares,
(Luborsky, Singer y Luborsky, 1975; Stiles, Shapiro y Elliott, 1986;
Lambert, 1992) con lo que queda claro que no serían los
aspectos conceptuales o técnicos los que resultarían
relevantes para obtener buenos resultados en un proceso terapéutico.
En
la misma línea, hay algunas investigaciones en las que se
concluye que las variables inespecíficas de los tratamientos
explican un 45% de los éxitos terapéuticos, y entre
ellas se recalca el papel que desempeña la alianza
terapéutica, determinada principalmente por la percepción
del paciente de los actos del terapeuta: empatía, confianza y
capacidad para entregar una fundamentación convincente (
Safran y Segal, 1990). Se han destacado tres componentes de la
mencionada alianza terapéutica: a) vínculo emocional
positivo entre consultante y terapeuta, b) acuerdo mutuo sobre las
metas de la intervención y c) acuerdo mutuo sobre las tareas
terapéuticas.
Keijsers,
Schaap y Hoogduin (2000) llegan a la conclusión de que una
relación positiva entre terapeuta y cliente es un predictor de
buenos resultados terapéuticos. En la misma línea,
diferentes estudios ya habían mostrado que las características
individuales del terapeuta tienen un impacto sustancial en los
resultados, tanto en los ensayos clínicos como en la práctica
real (Crits-Christoph, Baranackie, Kurcias, 1991; Huppert et al.,
2001; Wampold, y Brown, 2005).
Queda
entonces claro que las variables en la personalidad del terapeuta
junto a sus competencias clínicas son centrales para el buen
decurso de una psicoterapia. Ahora, ¿cuáles son esas
variables?
Ruiz
y Villalobos proponen incluir entre estas características el
interés genuino por las personas y su bienestar; el
conocimiento de uno mismo o autoconocimiento; el compromiso ético
y todas aquellas actitudes que favorezcan la relación
terapéutica: calidez, cordialidad, autenticidad, respeto,
empatía y aceptación positiva incondicional (Ruiz y
Villalobos, 1994).
Beck,
Rush, Shaw y Emery (1976) hacen énfasis en la aceptación,
la empatía y la autenticidad.
Carl
Rogers (1972) describía hace ya muchos años la empatía,
la autenticidad y la valoración incondicional positiva hacia
nuestros pacientes. Podríamos pensar que todas las cualidades
humanas positivas tendrían alguna injerencia en nuestro
desarrollo como buenos terapeutas, pero lo cierto es que entre todas
ellas hay algunas que son más imprescindibles que otras.
Pareciera
que hay algún grado de consenso en establecer que las
habilidades terapéuticas esenciales para el establecimiento de
la alianza entre paciente y terapeuta son la escucha activa, la
empatía, la aceptación incondicional y la autenticidad.
Existen asociaciones significativas positivas entre estas actitudes y
los resultados del tratamiento (Keijsers, Schaap y Hoodguin, 2000).
La
escucha activa es fundamental en psicoterapia, ya que fomenta la
auto-revelación de los pacientes e implica tres actividades
por parte del profesional: recibir el mensaje (mediante la
comunicación verbal, la vocal, la no verbal y la actitud),
procesar la información (sabiendo discriminar lo importante y
a la vez establecer su significado) y emitir respuestas de escucha.
La
empatía consiste en la capacidad de comprender los
pensamientos y sentimientos de las personas desde su propio marco de
referencia. Se refiere a la capacidad de ponernos en los zapatos
del otro,
e implica comprender el significado de las implicaciones emocionales,
cognitivas y conductuales más allá de lo que este otro
exprese. Hay muchísima investigación acerca del impacto
que tiene la capacidad empática del psicoterapeuta en los
resultados del tratamiento.
La
aceptación incondicional consiste en la compleja cualidad
cognitiva y emocional de aceptar al paciente tal y como es, y
valorarlo más allá de sus conductas hostiles,
disruptivas o desreguladas. Cuando logramos habitar esta actitud,
podemos sentir el esfuerzo sincero por comprender a nuestro paciente,
junto a una genuina disposición a aliviar su sufrimiento.
Por
último, la autenticidad implica la capacidad de revelar
aquellas experiencias internas que consideremos relevantes para el
proceso terapéutico. Esto implica el hecho de ser naturalmente
espontáneos incluyendo en la terapia ciertas "confesiones"
y estableciendo así un vínculo de simetría
colaborativa.
Ahora
que hemos propuesto algunas competencias esenciales, ¿cómo
desarrollar estas cualidades? ¿Cómo lograr que los
terapeutas habiten verdaderamente estas características
imposibles de ser aprendidas en la lectura académica o por
medio de los programas habituales de entrenamiento centrados en
repertorios técnicos?
Sabemos
que los aspectos actitudinales son mucho más difíciles
de entrenar que las habilidades más específicas, tales
como aquellas relacionadas con la comunicación, la capacidad
de implementación técnica o las habilidades de
diagnóstico (Lambert y Ogles, 1997).
Es
aquí donde Mindfulness viene a ofrecernos un camino.
Cómo
Mindfulness desarrolla las competencias psicoterapéuticas
Tara
Brach y Jack Kornfield coordinan un hermoso curso que tuve la
oportunidad de realizar llamado The
power of awareness,
en donde nos sugieren que la práctica de la Atención
Plena es como el vuelo de un ave. Esta precisa de sus dos alas para
mantener la sustentabilidad en el aire y así avanzar: el ala
de la atención y el ala del corazón. La capacidad de
estar atentos y presentes habitando lo que está ocurriendo un
momento tras otro es tan importante como el modo en el que nos vamos
a vincular con estas experiencias.
Mente
y corazón danzan una coreografía capaz de construir
plenitud o sufrimiento.
Vamos
a diferenciar ciertos aspectos más ligados a la actividad de
la mente de otros atribuibles al corazón, para proponer una
serie de competencias desarrolladas por la práctica de la
Atención Plena, pero que en realidad solo estarán
divididas a los efectos conceptuales. En la vivencia directa se dan
íntimamente entrelazadas.
Uno
de los primeros frutos que recogemos al practicar Mindfulness es la
capacidad de responder en lugar de reaccionar. Más allá
del apego, neutralidad o aversión que los eventos que nos
llegan nos generen, podemos permanecer paulatinamente menos reactivos
a
las realidades que la vida nos depara.
Hace
unos días me encontraba practicando plácidamente en mi
zafu
de
meditación, cuando apareció de manera repentina un
pensamiento acerca de una tarea importante que debía realizar
a la tarde y que francamente había olvidado. El impulso
inmediato que irrumpió para apresarme fue el de levantarme y
resolver en mi computadora lo que había quedado pendiente.
Sin
embargo, el encontrarme en estado de práctica hizo posible que
en lugar de quedar "secuestrado" por dicha disposición
mental, pudiera observar la experiencia sin dar curso a la reacción
más automática y visceral. Al darme cuenta de lo que
sucedía mientras sucedía, pude observar la emergencia
del pensamiento junto a la inmediata tensión física en
las cervicales, un cierto calor en la cara, la ansiedad concomitante
y el deseo de levantarme a resolver lo inconcluso.
El
insight
sobre la experiencia inmediata nos permite responder eligiendo.
En
la pequeña viñeta recién relatada, pude
continuar practicando el tiempo que ya había dispuesto en la
alarma de mi celular sin quedar arrastrado por las fuerzas de mi
habitual ansiedad de cumplimiento.
La
disminución de la reactividad suele ser una de las piedras
angulares sobre la que se edificarán muchos de los beneficios
que nos regala la práctica de la Atención Plena.
Pero
las cosas no se quedan solamente ahí. Esa pausa sagrada entre
el arribo de los estímulos y nuestras respuestas condicionadas
nos permite un claro incremento de nuestra capacidad de
autoobservación y de distanciamiento crítico, o
defusión cognitiva. Al refrenar la acción automatizada
podemos percibir las cadenas que se arman entre las situaciones, las
sensaciones físicas, las emociones, los pensamientos y las
motivaciones en una danza que tiende a ser autoperpetuante y que nos
permite observar de manera directa cómo es que se va
produciendo el sufrimiento psicológico.
Pensar
en lo inconcluso, la tensión física, el deseo de
resolver la situación, la impaciencia, las ganas de abrir los
ojos y otras manifestaciones psicosomáticas se alimentaban
mutuamente en una espiral ascendente, que pude sostener con
dificultad pero que abrió un espacio para desplegar esa
observación curiosa que puede darnos información
invaluable acerca de nosotros mismos y nuestros habituales patrones
de respuesta. Donde
hay impulso impera una consciencia no rumiativa que toma contacto con
las cosas de una manera súbita e intuitiva, sin un discurrir
racional. Por ello la tradición de la que emerge Mindfulness,
Vvipassana,
significa "visión clara o visión penetrante".
Detener
la reacción automática y abrir un espacio de
autoobservación de la experiencia inmediata nos lleva más
fácilmente a defusionarnos de nuestros propios pensamientos,
creencias, reglas y paradigmas personales. La defusión
cognitiva, uno de los seis procesos de la Terapia de Aceptación
y Compromiso (ACT), implica aprender a observar nuestras cogniciones
como lo que son –nada más que piezas de lenguaje,
palabras e imágenes- en lugar de tomarlas como reglas que
tienen que ser obedecidas, verdades objetivas y hechos.
En
la capacidad para tomar esa distancia crítica de los propios
contenidos mentales yace uno de pilares de la disminución de
nuestro sufrimiento psicológico y de la atenuación de
muchos cuadros psicopatológicos.
A
partir de las investigaciones de Teasdale, Williams y Seagal (2008)
con la terapia cognitiva basada en la Atención Plena, queda
claro el cambio importante que tiene lugar en la terapia cognitiva no
tiene tanto que ver con las modificaciones en los esquemas y sus
pensamientos, sino con los procesos de distanciamiento crítico.
Es decir que lo que resulta importante en el cambio no son tanto los
contenidos cognitivos en sí, como la relación que la
persona establece con los mismos. No es lo mismo tener un pensamiento
y creer que se trata de una observación directa de la
realidad, un espejamiento de la misma, que tener un pensamiento y
tomarlo como lo que es, simplemente un evento simbólico
generado por nuestra mente y pasible de ser refutado.
En
esa ganancia metacognitiva se sitúa una buena parte de nuestra
salud psicológica.
Para Semerari,
Carcione y Nicolo (2000) las funciones metacognitivas son una serie
de habilidades que nos permiten a las personas comprender los
fenómenos mentales pero también, a partir de este
conocimiento, operar sobre ellos para la resolución de tareas
y la gestión adecuada de nuestros estados mentales.
De
lo que venimos refiriendo hasta el momento podemos inferir que una
marcada disminución de la reactividad junto a un incremento
en la autoobservación y defusión cognitiva nos torna
mucho más ecuánimes
y
así posibilita un aumento también de nuestra capacidad
de aceptación de los fenómenos tal y como se nos
presentan.
Ecuanimidad
y aceptación son para mi gusto el cuerpo del ave, los
conceptos que funcionan como puente entre la mente y el corazón.
Una
mente más estable, concentrada y receptiva es la precondición
necesaria para que emerjan las semillas amorosas que anidan en
nuestro corazón. Desde el corazón de las enseñanzas
budistas nos dicen que en una mente bien asentada y serena, emergen
naturalmente las otras tres moradas sublimes, que son, junto a la
ecuanimidad, la alegría empática, el amor incondicional
y la compasión.
El
concepto de moradas alude a cuatro estados de expansión
amorosa que pueden ser cultivados y que representan el núcleo
más hermoso, sano y bondadoso que todos tenemos como condición
esencialmente humana. Las impurezas de la mente van enturbiando esa
naturaleza prístina y cristalina que puede ser recuperada a
partir de la práctica meditativa. El primero de ellos, la
alegría, implica la capacidad de gozar del bienestar ajeno.
Una reducción de la envidia, los celos y la competitividad
redundan en un mayor deseo del bien del otro.
El
amor incondicional expresa una actitud benevolente, respetuosa,
amorosa y receptiva hacia todo lo que existe. El cuidado por no dañar
emerge claramente de un individuo sereno y conectado.
Por
último, la compasión es la percepción empática
del sufrimiento de las otras personas y un deseo genuino de
ayudarlas.
En
mi opinión, estas tres moradas sublimes que aparecen con la
práctica sostenida de Mindfulness no son más que tres
de los rostros del amor
y
están ecuménicamente resaltados en las grandes
tradiciones religiosas.
Debemos
decirlo así, mi estimado lector. Una persona que practica a
consciencia y a lo largo del tiempo se torna menos reactiva y mucho
más amorosa.
Siete
entonces son las competencias identificadas que amplían las ya
fundamentadas escucha activa, la empatía, la valoración
incondicional y la autenticidad. {ver figura 1}
Imaginemos
entonces estas competencias dentro del espacio de la consulta
psicológica.
Competencias
en acción
Mariela
consulta relatando tener dificultades para establecer vínculos
íntimos con aquellas personas con las que entabla relaciones
en el tiempo. Siente que las parejas le duran poco, no tiene amigos
íntimos o cercanos y mantiene relaciones difíciles con
su madre y con su única hermana. Su padre falleció
cuando ella tenía doce años.
La
primera parte del proceso fue bastante fluida y ella se mostró
solícita y colaboradora con la terapia. Llegaba puntual a
nuestros encuentros y estaba dispuesta a explorarse e indagar en todo
aquello que fuera surgiendo.
Todo
iba entonces razonablemente bien hasta que, promediando los tres
meses de proceso, comencé a sentir que Mariela me mentía
a menudo. Había contradicciones en sus dichos y también
faltaba a nuestras sesiones con cierta asiduidad. Muchas veces, y
casi sobre la hora, me escribía un texto y se excusaba de
venir a nuestra cita programada. En la sesión siguiente daba
una serie de excusas que de a poco me empezaron a resultar
inverosímiles. Cuando me cuestionaba qué debía
hacer con aquello que efectivamente estaba notando, sentía no
tener evidencia para poner estas percepciones sobre la mesa, y así
quedaba preso de cierta inacción, algo que suele ocurrirme
cuando tengo que entrar en situaciones un tanto ríspidas con
las personas que me relaciono. Tiendo a ser bastante "evitador"
de los conflictos y podría decirse que me siento más
cómodo agradando y complaciendo que entrando en altercados.
La
terapia mantuvo estas peculiaridades hasta que un día, luego
de excusarse de no asistir a su sesión por motivos de salud
(alegó tener fiebre muy alta y una indicación del
médico de guardia de reposar durante 48 horas) me la encuentro
a la noche en un complejo de cines de un shopping cercano a mi
domicilio. Su apariencia radiante contradecía absolutamente el
cuadro de padecimientos que me había comentado unas horas
antes.
Vi
su cara de incomodidad al tiempo en que un enojo bastante intenso se
apoderaba de mi persona. "Mentirosa", dije para mis
adentros mientras me revolvía en cierta indignación y
ofuscamiento.
La
saludé cortésmente y entré a ver la película.
Al rato olvidé el incidente.
Volví
a encontrarme con ella en la sesión pactada para la semana
siguiente.
Unos
instantes antes de que llegara pude notar cierta tensión en
mis cervicales y en el ceño, y también una ligera
comezón en el estómago, ¿qué me diría?
Al rato de entrar a la consulta, Mariela apeló nuevamente a un
repertorio de excusas: en realidad aquel día ella estaba muy
enferma pero había tomado una serie de medicamentos que le
permitieron ir al cine con una amiga del trabajo con la que había
empezado a relacionarse más profundamente.
"Tal
y como venimos trabajando, ¿viste? Estoy abriéndome más
a las personas".
Me
miró muy segura de sí y dando el pequeño asunto
por cerrado siguió hablando de este vínculo en el que
decía estar profundizando.
Nuevamente,
el enojo se apoderó de mí y ahora de un modo más
intenso. "¿Creerá que me voy a tragar
ese buzón?
¿Piensa que soy idiota?
Noté
mis pensamientos e inmediatamente pude abrir un espacio para
observarme sin hacer nada con lo que me iba sucediendo. La emoción
iba y venía del pecho a la cabeza como un pequeño fuego
que por oleadas me producía calor e incomodidad. Percibí
también la tendencia a retirarme de la relación. Como
no me gusta entrar en altercados, suelo quedarme callado y "traer
a los embajadores de vuelta a casa". Mi cara permanece ahí,
cortés y adecuada, pero mi verdadera persona se corre de la
intimidad. Empiezo a ser inauténtico y a ponerme en un piloto
automático, amable pero distante.
Darme
cuenta de ese patrón vincular me permitió recuperar la
disciplina interior, al decir de Jeremy Safran (1991), en momentos
problemáticos de la relación terapéutica, los
profesionales podemos intentar mantener la perspectiva amorosa de
cuidado del consultante pese a las madejas interpersonales que él
mismo activa y que tienden a minar el vínculo terapéutico.
El terapeuta en consciencia de sus reacciones internas y externas,
utiliza toda esta información realizando ciertas operaciones
empáticas al servicio del cuidado del otro.
-Mariela,
disculpame, pero la verdad es que no me parece que las cosas hayan
sido como me las contás. Me cuesta decírtelo, porque
corro el riesgo de equivocarme y de lastimarte, pero me parece que
está bien que lo ponga sobre la mesa y lo hablemos.
Sentí
un alivio inmediato cuando terminé de pronunciar las palabras.
La ira se disipó inmediatamente y pude notar la aparición
de cierta incertidumbre junto a un pequeño monto de ansiedad
acerca de lo que ocurriría luego de mi descargo. Pude ver cómo
el rubor invadía su rostro. Se quedó callada por unos
momentos que me parecieron eternos y mirando hacia abajo me pidió
que la disculpara, que se le había pasado el horario de la
sesión y no se animó a decirme la verdad porque le
parecía una excusa pueril que dejaba expuesta su
irresponsabilidad.
La
tensión que había sentido durante todo el primer tramo
de la sesión se transformó en un cálido y
compasivo afecto expresado en un deseo profundo de ayudarla a
traspasar sus modos perimidos de relacionarse profundamente con los
otros. Sentía que de nuevo estábamos los dos
completamente presentes y vivos ahí, en la sesión y en
nuestra relación. Ella en su vulnerabilidad y yo en la mía,
con el coraje de mostrar la verdadera herida, nuestros límites
y una creciente decisión de atravesar el sufrimiento para
encontrar nuevamente la ansiada plenitud.
Más
avanzado nuestro proceso pude entender que aquella sesión fue
de alguna manera crucial. Lo que podría haber sido un proceso
de distanciamiento irreversible se transformó en un renovado
compromiso para trabajar juntos.
De
manera gradual fueron apareciendo su temor a la intimidad y una
hipersensibilidad al rechazo que la llevaban a mentir para no
defraudar a los otros, pero que finalmente la alejaban cuando esos
otros comenzaban a percibirla inauténtica y mentirosa. Cuando
las relaciones que Mariela entablaba crecían en el tiempo, el
terror a la pérdida y al abandono la paralizaban y entonces
actuaba en consecuencia tratando de ser lo que el otro supuestamente
deseaba de ella. De este modo y bañada en la inautenticidad,
perdía irremediablemente el vínculo que tanto intentaba
cuidar.
El
pequeño altercado de nuestra sesión dejaba en evidencia
solo una pequeña porción de lo que ella venía a
trabajar, pero esa pieza de verdad fue actuada en nuestro vínculo
en lugar de relatada como narración. Sabemos desde hace mucho
tiempo que las personas repiten con nosotros, los terapeutas, los
patrones vinculares profundos que aprendieron con las figuras
significativas desde la más temprana infancia. Los
psicoanalistas hablan de transferencia y contratransferencia, los
cognitivos de esquemas interpersonales, otros teóricos los
refieren como patrones de apego, etc. Estas conceptualizaciones
expresan diferentes maneras de mostrar cómo lo más
poderoso que ocurre en la psicoterapia ocurre en el vínculo
vivo entre dos personas, en donde una de ellas es responsable de
estar verdaderamente en la relación y por momentos observarla
con una mayor distancia metacognitiva, para utilizar esa información
al servicio de la sanación del paciente.
La
disminución de la reactividad, que permite una mayor
autoobservación, junto a una defusión cognitiva
creciente, que nos posibilita no quedar atrapados en nuestros amagues
de la mente,
dan pie a la emergencia de la compasión, el amor y el franco
cuidado por el bien del otro.
"Un
amor estratégicamente orientado", me gusta decir
modificando el concepto tan ricamente acuñado por Vittorio
Guidano (Guidano y Liotti, 1983).
No
es fácil ser terapeuta, nosotros vamos también a los
vínculos con nuestras heridas, nuestras corazas y nuestros
egos. Si podemos sostenernos con amor y compasión ante
nuestras limitaciones, probablemente podamos utilizar estas joyas del
corazón humano al servicio de ambos, y sanar juntos en el
proceso.
Conclusiones
Mindfulness
se está constituyendo en un prolífico y fértil
camino para la vida profesional y personal de muchos terapeutas.
Observo maravillado el interés creciente que esta riquísima
práctica despierta en las personas que ansían
adentrarse en sus enseñanzas.
Pero
claramente es un camino hondo que exige persistencia y profundización
a lo largo del tiempo.
La
Atención Plena no es algo que se consigue en un corto programa
de entrenamiento de habilidades, como puede ocurrir con algunas otras
características del alma humana.
Desarrollar
las competencias mencionadas requiere de mucho tiempo de práctica,
supervisión y lectura. En una sociedad que adora la inmediatez
y los resultados a corto plazo, el camino de Mindfulness resulta
contracultural.
Ninguna
de las cualidades humanas necesarias para amar verdaderamente al
otro, de un modo desinteresado y abstinente, al decir de los
psicoanalistas, puede aprenderse en un curso de pocas clases.
Implican realmente un camino de vida.
La
ventaja, mi estimado lector, es que los frutos también serán
para nosotros.
Referencias
Beck,
A.T., Rush, A. J., Shaw, B. F., y Emery, G. (1983). Terapia
cognitiva de la depresión.
Bilbao: Desclée de Brouwer.
Caro
Gabalda, I. (2003). Psicoterapias
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