ISSN 2618-5628
 
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Interdisciplina  
Neurociencias, Neuropsicología, Psicoterapia  
     

 
Neurociencia y Psicoterapia: Aportes, Diálogos y Tensiones
 
Scandar, Mariano
Universidad Abierta Interamericana (UAI)
Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES)
 

 

A pesar del consenso a nivel científico respecto a la naturaleza biopsicosocial de los fenómenos psicológicos (e.g. Gilbert, 2019) no existe un criterio unificado sobre el modo en que los conocimientos sobre el sistema nervioso central deben formar parte de la formación de un psicoterapeuta o, más aún, cuáles serían formas válidas de extrapolar conocimientos de un área a otra.

El vínculo entre disciplinas y, más aún, la aplicación técnica de conocimientos básicos es una dificultad epistemológica que excede a la psicología y que puede verse en todas las áreas de la ciencia, acentuándose en aquellos casos que, como la salud mental, son necesariamente multidisciplinares (Arrondo, Barrett, Güell, Bernacer & Murillo, 2019).

Aunque, debido al auge de las neurociencias ciertos, debates puedan haberse hecho más frecuentes, no se trata en absoluto de un fenómeno nuevo, sino que la tensión entre una tradición humanista de raíces filosóficas milenarias y una visión desde la cual la psicología es una ciencia natural, ha estado presente desde el surgimiento de la disciplina en tanto ciencia, a fines del siglo XIX (Hedges, 1987; James, 1892). Como se explicará a continuación, dicha dicotomía, que no es otra que la antinomia entre naturaleza y cultura, es falaz desde el momento esta última no es otra cosa que un producto natural realizado por el animal humano (Dawkin, 1982).

Como destaca Grawe (2007) existe un interés de una parte de la psicología por buscar respuestas en la neurociencia, que posiblemente estén vinculadas en gran medida con la cada vez más evidente ausencia de explicaciones satisfactorias tanto sobre la naturaleza de los trastornos mentales como sobre los mecanismos de cambio que subyacen a las intervenciones que demuestran su eficacia experimentalmente.

La intención de este artículo es repasar las tensiones existentes entre psicoterapia y neurociencia, los aportes que esta última puede hacer a la primera y, finalmente, considerar el modo en que pueden establecerse puentes interdisciplinarios de forma de evitar repetir errores del pasado.

 

Tensiones

El escepticismo que un sector de la psicología muestra ante la irrupción de las neurociencias, se ha visto lamentablemente justificado por el uso inapropiado de éstas como justificación de las más diversas prácticas. Lilienfeld, Aslinger, Marshall & Satell (2017) enumeran en una lista no exhaustiva, más de treinta nuevas pseudo disciplinas con el prefijo "neuro" que incluyen conceptos casi humorísticos como "neurogastronomía", "neurozoología" o "neurovinería".

El uso del cerebro como marchamo de cientificidad, lamentablemente, no afecta sólo al público general: Goodstein, Rawson y Gray (2008), por ejemplo, realizaron un experimento en el que encontraron que los alumnos de psicología tendían a aceptar como válidas afirmaciones más fácilmente si estas incluían la frase "el escaneo cerebral muestra", aunque no estuviera justificado en absoluto. Resultados similares fueron encontrados posteriormente por Fernandez-Duque, Evans, Christian & Hodges (2015). Afortunadamente, en ambos casos, los individuos con mayor formación en neurociencia eran inmunes al truco; lo que evidencia la importancia de una formación que contemple estos aspectos.

Aun dejando de lado aquellas posiciones carentes de respaldo científico, una buena parte de los psicoterapeutas mantienen una prevención que tiene como origen motivos valederos que merecen ser analizados, para lo cual se seguirá al menos parcialmente la lista elaborada por Lilienfeld y colegas (2017).

Reduccionismo biológico: La prevención sobre el uso excesivo de las explicaciones biológicas respecto tanto a la psiquiatría como a la conducta no son nuevas, pero se han exacerbado considerablemente en la última década con el advenimiento del programa RDOC (Insel et al., 2013), que si bien aparentemente da un lugar a aspectos psicológicos en algunos de sus niveles de análisis, tiene un fuerte énfasis en lograr encontrar biomarcadores y un sesgo en la financiación hacia investigaciones que buscan las bases genéticas de la conducta (Schwartz, Lilienfeld, Meca & Sauvigné, 2016). Este enfoque parece provenir más de un sector de la psiquiatría que a la neurociencia, desde donde han surgido numerosas respuestas destacando que cualquier reduccionismo resulta indeseable y estéril (Krakauer, Ghazanfar, Gomez-Marin, MacIver, & Poeppel, 2017).

Una vez aceptado que todo lo humano es necesariamente físico y material, debe evitarse caer en una forma de monismo reduccionista que no reconozca la existencia de múltiples niveles explicativos ordenados jerárquicamente. En definitiva, si el objetivo último de la ciencia fuera exclusivamente analizarlo todo del modo más elemental posible, solo se requeriría la existencia de una única disciplina: la física; ya que desde la biología a la geología, todo puede conceptualizarse como interacciones entre partículas. Si nadie se plantea seriamente esto es, simplemente porque la ciencia moderna tiene claro que existen fenómenos emergentes, que resultan irreductibles (O´Connor, 1994): la vida misma, por ejemplo, que no es otra cosa que una determinada configuración de átomos en moléculas basadas en carbono y al mismo tiempo es infinitamente más que ello.

Una postura es dualista, en un sentido negativo, cuando establece una diferencia arbitraria entre dos partes de un fenómeno, en el que la evidencia indica que se impone una perspectiva monista, por ejemplo, en nuestra disciplina, dividir arbitrariamente emociones y cogniciones (Pessoa, 2008). Pero no lo es cuando se limita a señalar que existen niveles complementarios que no pueden solaparse sin perder información.

Muchas visiones críticas, señalan que la forma en que se han intentado canalizar los aportes del conocimiento del cerebro a otros campos ha sido estéril, y a veces, iatrogénico. Debe considerarse en dicho sentido, como parte de la solución, el evitar traslaciones directas. Entre el plano químico y la conducta humana observable, por ejemplo, existen disciplinas intermedias que actúan como "puentes" y que es a través de ellas que con mayor facilidad puede proponerse un diálogo (Bruer, 1997).

De hecho, es altamente deseable que un psicólogo clínico no utilice de forma espontánea ningún conocimiento proveniente de las ciencias básicas, ya que, justamente, la investigación en psicoterapias busca validar empíricamente aplicaciones técnicas antes de su implementación. Así, los conocimientos del cerebro, pueden seguir diversos caminos, que se muestran en la figura 1, donde a su vez se ve que las flechas son bidireccionales, indicando la importancia de un diálogo entre disciplinas. {ver figura 1}

Neuroesencialismo. Este sesgo, estrechamente vinculado con el punto anterior, consiste en creer que la comprensión a través de estudios por imágenes cerebrales es todo lo que se requiere para comprender los fenómenos psicológicos. La mayor parte de las veces, los que esgrimen este argumento, reconocen que la tecnología no está disponible, pero apuestan a que lo estará en un futuro cercano. La trampa de este razonamiento es que implica restarle importancia y financiación a otras formas de comprender los fenómenos mentales disponibles aquí y ahora, cuando la realidad es bien distinta. Un buen test psicométrico, por ejemplo, no sólo da más y mejor información respecto a muchos fenómenos (nivel adaptativo, inteligencia, síntomas psiquiátricos) que lo que puede hacer una técnica de imaginería cerebral (actual o posiblemente disponible en un futuro cercano), sino que, aún en ese caso, debería evaluarse cuál sería la ventaja de pedirle a un escáner seguramente muy costoso que haga algo que puede hacer una hoja de papel y un lápiz.

Neurorealismo. Se denomina así al paraguas de credibilidad que parecen dar las neurociencias, asociada erróneamente a la idea de que identificar un correlato biológico hace más real a un hecho. En el campo de la psicoterapia, por ejemplo, los ya clásicos trabajos que asocian alteraciones en los ganglios de la base con el Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC; Modell, Mountz, Curtis, & Greden, 1989), parecen haber dotado de mayor verosimilitud a dicho trastorno mental, al punto que se recomienda incluir este aspecto en la psicoeducación como forma de facilitar al paciente comprender la realidad del cuadro (March & Mulle, 1998). Pero aunque no tiene nada de malo como estrategia terapéutica, en sí, se trata de un resabio dualista, abrazado por muchos terapeutas; recuérdese que "como punto de partida, todo fenómeno psicológico, normal o patológico, esta necesariamente mediado por el cerebro…" (Schwartz, 2016 p60). Por lo que poder o no detectar un correlato a través de una técnica de imágenes, depende exclusivamente del nivel actual de desarrollo tecnológico.

Neuroredundancia. Tanto a nivel de las neuroimágenes, como a través de las técnicas neuropsicológicas, debería esperarse obtener complementariedad y no una redundancia. Una técnica (e.g. una evaluación neurocognitiva o una resonancia magnética) o una explicación (e.g. el rol de los ganglios de la base en las conductas compulsivas) son útiles en la medida en que desde un punto de vista clínico eso aporta algo extra permitiendo seleccionar intervenciones, confirmar o descartar hipótesis, ajustar el pronóstico, etc.

Inferencia Inversa. Consiste en sacar conclusiones sobre rasgos psicológicos a partir de estudios de neuroimagen. Este tipo de análisis no necesariamente son incorrectos, pero su forma de razonar si lo es, pues confunde causa con correlación. Que un área se active cada vez que una persona piensa en comer una frutilla, puede querer decir que esa área es "el área de las frutas", pero también (y más posiblemente) la activación se corresponda a cuestiones más amplias como el apetito, con los deseos en general, la insatisfacción o con un requisito experimental (mantenerse sentado, prestar atención, responder). Lilienfeld et al. (2017) citan un ejemplo muy ilustrativo: en 2011 el New York Times publicó un artículo en el que se afirmaba que cuando las personas veían su teléfono celular se activaba la ínsula, lo cual, decían, implicaba un proceso similar al del enamoramiento (el título del artículo era "estás enamorado de tu teléfono"). Curiosamente, la ínsula se activa también cuando alguien siente desagrado o cuando siente un deseo fuerte por consumir una sustancia de la que es adicto… esta multiplicidad de interpretaciones es lo habitual en neurociencias debido a que difícilmente una parte del cerebro esté involucrada en una sola red neuronal al servicio de una única función.

 

Aportes de la neurociencia a la psicoterapia

A continuación, se enumeran una serie de aportes que el conocimiento del sistema nervioso central realiza (o puede hacerlo si se lo permite) al desempeño de los psicoterapeutas. Los primeros incisos abarcan cuestiones prácticas, en las que la mayoría de los psicoterapeutas acuerdan, aunque no siempre se le otorgue el énfasis adecuado: el efecto que los químicos pueden tener en la conducta, el rol de las evaluaciones neuropsicológicas en la conceptualización del caso y la importancia de conocer la naturaleza de un trastorno neurológico o del neurodesarrollo en un paciente al iniciar un proceso terapéutico. Posteriormente se enumeran algunos aspectos teóricos que permiten realizar hipótesis explicativas válidas y desterrar ideas contrarias al saber actual a través de un conocimiento del estado actual del debate natura- nurtura. Finalmente se esbozan algunas ideas vinculadas con cómo nuestros conocimientos sobre el cerebro pueden resultar en un aporte para la comprensión de los procesos de cambio en psicoterapia.

Química y conducta. ¿Cuántos cafés o bebidas energizantes toman sus pacientes a diario? ¿cuánto alcohol? ¿de casualidad los ataques de pánico surgieron inicialmente cuando el paciente estaba tomando un antiinflamatorio? ¿fuma tabaco? ¿Consume mariguana u otra sustancia ilegal, aunque sea de forma recreativa? ¿existió algún cambio en la medicación, consumo de sustancias o dieta, que correlacione con los cambios en la sintomatología?

Las preguntas del párrafo anterior apelan a algo aceptado por todos los profesionales de la salud: la conducta es plausible de ser alterada por sustancias químicas. De hecho, la psicofarmacología forma parte del currículo de múltiples facultades de psicología. Sin embargo, la experiencia personal del autor al llevar a cabo supervisiones da cuenta que muchos psicoterapeutas no indagan suficientemente sobre estos aspectos con el fin de ajustar sus hipótesis diagnósticas, ignorando, por ejemplo, el rol que muchas sustancias de uso cotidiano como la cafeína o el alcohol (aún en dosis aparentemente bajas) pueden tener, no solo en la sintomatología referida, sino en la respuesta a las intervenciones (Deits-Lebehn, Baucom, Crenshaw, Smith & Baucom, 2020). Dado que para que una intervención psicoterapéutica sea efectiva debe ser recordada, lo que requiere ser comprendida, lo que a su vez implica ser atendida, el rol de los fármacos en la atención, la memoria y el razonamiento, deberían ser tenidos en cuenta siempre. Estas funciones, así como otros aspectos relevantes en la clínica como la regulación emocional, se ven modificadas por una miríada de eventos químicos que no se limitan a la psicofarmacología sino también a fármacos con los fines más variados (e.g. antiinflamatorios o anticonceptivos). Incluso el consumo de tabaco puede explicar determinados síntomas (Heishman, Kleykamp, & Singleton, 2010): un caso clínico del autor constituye un ejemplo en este sentido: un paciente reportaba que por lo general su estado de ánimo se volvía bastante irritable en determinadas situaciones tanto en el hogar como en el trabajo, no parecían ser episodios de irritabilidad detonados por factores contextuales específicos, sino algo aleatorio; hasta que se incluyó el factor "tiempo desde el último cigarrillo". Reuniones en espacios cerrados donde estaba prohibido fumar (en el trabajo, en casa, o incluso en la consulta) eran lo que conectaba los eventos. Esto llevo provisionalmente al uso de chicles de nicotina en esas circunstancias y, más adelante, a ingresar a un grupo de cesación tabáquica.

Un segundo y breve ejemplo lo constituye una paciente de 25 años en tratamiento por depresión mayor, medicada con un antidepresivo inhibidor de la recaptación de la serotonina. Presentaba mejoras en casi todos las áreas, el único síntoma persistente era la disminución del deseo sexual, el cual no remitió hasta que se decidió que era tiempo de discontinuar el tratamiento farmacológico, haciéndose evidente que la disminución de la libido era mejor conceptualizada como un efecto adverso.

 

El rol de la evaluación neuropsicológica en la conceptualización del caso

Kuyken, Padesky & Dudley (2011) definen la conceptualización del caso como "…el proceso por el cual terapeuta y cliente trabajan en colaboración, primero para describir y luego para explicar los problemas que presenta un cliente en terapia…" (p.3). Para ello proponen un trabajo de co-contrucción en el que se examinan colaborativamente aspectos longitudinales (factores predisponentes y protectores), trasversales (detonantes y factores de mantenimiento) y descriptivos de la situación actual. La evaluación neuropsicológica permite aportar a los datos obtenidos por otras vías (entrevistas, técnicas psicométricas, etc.) información muy relevante para esta semblanza del paciente que guiará el recorrido terapéutico.

El producto de una evaluación neuropsicológica es un perfil, del cual un profesional capacitado puede extraer una conclusión sobre el funcionamiento cognitivo del paciente en cada una de las unidades funcionales diferenciables a nivel cognitivo (Deutsch Lezak, Howieson, Bigler & Tranel, 2012). Este no está destinado a ser una herramienta diagnostica en la práctica psicológica, aunque dicho uso se le ha atribuido erróneamente (Casaletto, & Heaton, 2017), sino permitir justamente trascender una etiqueta y poder comprender la forma particular en la cual una persona procesa la información. En ese sentido, si bien es conocido que diversos cuadros presentan estadísticamente perfiles particulares, el contar con una evaluación neuropsicológica permite establecer de forma individualizada fortalezas y debilidades que pueden ser explotadas luego en beneficio del logro de los objetivos terapéuticos. La tabla 1 enumera una lista a modo de ejemplo de datos evaluados por una evaluación neuropsicológica estándar. {ver tabla 1}

En pacientes donde está bien establecida la presencia de alteraciones neuropsicológicas, por ejemplo con diagnóstico de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), el perfil puede facilitar la elección de intervenciones que estén cercanas a las capacidades reales del paciente y que compensen los déficits apelando a funciones conservadas. Así, por ejemplo, pueden utilizarse reglas mnemotécnicas para mejorar la capacidad ejecutiva o fomentar el trabajo metacognitivo para potenciar el rendimiento atencional. Pero la utilidad de contar con una evaluación neuropsicológica no se agota en cuadros del neurodesarrollo. Fijar actividades de activación conductual que no corran el riesgo de superar la capacidad de un paciente depresivo, diferenciar dónde termina la ansiedad y empiezan las fallas en cognición social en un paciente con dificultades de vinculación, son ejemplos de usos menos frecuentes de esta herramienta.

Por último, debe contemplarse que muchos psicofármacos indispensables en determinados cuadros (estabilizadores del ánimo, antipsicóticos, benzodiacepinas) pueden generar alteraciones cognitivas específicas y que pueden confundirse con síntomas del cuadro clínico (e.g. síntomas negativos), para lo cual contar con evaluaciones pre y post intervención puede resultar extremadamente útil.

Psicoterapia con pacientes con alteraciones severas del SNC y sus familias. En pacientes donde se conocen alteraciones anatomofuncionales y sus implicancias conductuales, puede utilizarse dicho conocimiento para, por un lado, elegir del repertorio disponible las técnicas psicoterapéuticas las más indicadas y, por el otro, psicoeducar correctamente a todo el grupo familiar sobre el cuadro y su pronóstico. La intervención del neuropsicólogo clínico posee una parte específica que se vincula con la estimulación cognitiva y la orquestación de intervenciones compensatorias (Marrón, Alisente, Izaguirre & Rodríguez, 2011) , pero estos pacientes suelen tener comorbilidades con cuadros clínicos de alta prevalencia, (trastornos del estado de ánimo y trastornos de ansiedad, entre otros), para los que sigue siendo importante una psicoterapia que, apelando a intervenciones basadas en la evidencia, realice las adaptaciones pertinentes (Prigatano, 2018).

En la infancia, a los trastornos del neurodesarrollo con mayor nivel de compromiso funcional (discapacidad intelectual, Trastorno del Espectro Autista), se suman pacientes con trastornos genéticos y aquellos que, como consecuencia de cuadros traumáticos, vasculares o infecciosos han sufrido un daño cerebral. En adultos, además de la persistencia de estos problemas, deben añadirse los trastornos neurodegenerativos. Se trata en conjunto de un porcentaje significativo de la población en el cual los psicoterapeutas están éticamente obligados a poseer conocimientos que les permitan evitar errores burdos como atribuir erróneamente un síntoma de la lesión cerebral (e.g. un temblor o una anomia), a otro cuadro clínico (e.g. un trauma psíquico o un cuadro ansioso); o intentar intervenciones que están destinadas a fracasar por carecer el paciente de los recursos cognitivos para implementarlas.

Natura y nurtura: cultura y neurodesarrollo. Existe una inercia, amparada en más de un siglo de debates, a conceptualizar en términos antagónicos aquello que resulta natural y lo que es un producto cultural. Esto incluye cualquier conducta, incluyendo las que conforman cuadros psicopatológicos (Honeycutt, 2019). La neurociencia nos enseña que se trata de una falsa dicotomía.

No deja de ser estimulante encontrar que la respuesta a este dilema puede rastrearse hasta Aristóteles quien célebremente escribió: "el hombre es un animal social" (S.IV A.C./2008, p.35). En términos actuales, esto implica que cerebro humano ha sido moldeado por la evolución para para una vida en sociedad. Pensar en un hombre salvaje, sin cultura, es una entelequia teórica y no algo que jamás haya existido. Ya que, desde sus orígenes, la especie posee un SNC que sólo se desarrolla en la interacción. No existe, salvando respuestas básicas y compartidas con buena parte del reino animal, nada que pueda considerarse ajeno a la cultura.

Al mismo tiempo, las culturas humanas, por más diversas que parezcan, están creadas a la medida del SNC: lo que nos parece comprensible, bello, estimulante o deseable, lo hace porque biológicamente puede hacerlo. Se trata de un principio conocido en filosofía de la ciencia como principio antrópico (Carter, 1983).

Llevado al desarrollo infantil, existe lo que magistralmente Johnson (2011) ha explicado bajo el título de "especialización interactiva", esta implica que a partir de zonas del encéfalo con tareas asignadas muy poco específicas (motricidad, percepción, etc.) se comienza con el nacimiento una competencia entre áreas por lograr adaptarse de forma más eficaz al ambiente lo que va generando una progresiva especialización cortical. De este modo, es la interacción con el contexto la que acaba dando forma a los módulos cerebrales que conocemos. Tómese por ejemplo el proceso de regulación emocional. Se conocen las partes del cerebro asociadas a dicha capacidad y hay estudios que muestran alteraciones específicas en pacientes con desregulación (Porges, 2011). Pero actualmente, la neurociencia está lejos de considerar que dicha capacidad es innata: hoy se conoce bastante claramente cómo la interacción con las figuras de apego durante los primeros años de vida ocupa un rol fundamental, modificando no solo las conductas observables sino su correlato neural a niveles de circuitos frontoamigdalinos (Gee, 2016).

La forma actual de conceptualizar los padecimientos como redes de síntomas, también apunta en la misma dirección (Keegan, 2018): la lógica por la que determinados problemas coocurren es multivariada y muestra la arbitrariedad de distinciones como biológico o socioambiental. Así, un paciente bipolar puede dormir poco porque estuvo saliendo a bailar y eso generar una alteración en los ritmos circadianos, que a su vez genera una activación autonómica excesiva, que favorece la búsqueda de sensaciones placenteras, lo que frecuentemente aumenta el consumo de sustancias, lo que disminuye su control de impulsos, y así sucesivamente en una espiral donde causa y efecto se desdibujan con facilidad.

El modelo tradicional de diátesis estrés que parecía indicar una predisposición genética, frecuentemente mal interpretada como un etiología de los trastornos mentales, ha sido sustituida recientemente por el concepto de "sensibilidad a las influencias ambientales" que implica que el rol de los genes en la conducta podría ser, más bien, el de dar lugar a dominios de mayor plasticidad ante algunos tipos de estímulos, lo que puede constituir una vulnerabilidad o una ventaja dependiendo exclusivamente del contexto (Jiménez et al.,2018).

 

Identificación de proceso de forma acorde al conocimiento científico. Vías ascendentes y descendentes

Los últimos años han presenciado un esfuerzo cada vez más grande por trascender los modelos de tratamiento y diagnóstico y dar lugar a una comprensión de los procesos terapéuticos que subyacen, tanto al sufrimiento psíquico como a la eficacia terapéutica (Barlow et al., 2017; Hayes & Hofmann, 2018). Entre los principios que estos deben tener está lo que Hayes, Hofmann & Ciarrochi (2020) denominan "profundidad":

(un proceso de cambio) debe tener profundidad. En una fábrica unificada de ciencia, conceptos de un nivel de análisis no deben contradecir hallazgos bien establecidos en otros niveles. La coherencia entre niveles es un criterio especialmente importante para un área multidisciplinaria como la salud mental. La psicología está embebida en otros niveles de análisis como la fisiología, la genética, los procesos sociales y la cultura… (p.11)

Esta cita es importante, tanto por su contenido como por su autor. Recuérdese que Hayes ha sido profundamente crítico de la utilización de explicaciones biológicas (especialmente las genéticas) en el plano de la conducta (Hayes, 1998). Lo interesante es que el Hayes de 2020 y el de 1998 no se contradicen, solo resaltan caras de una moneda: un nivel biológico que ignora o contradice el nivel conductual es tan falaz como su contrapartida.

Piénsese por ejemplo en una teoría que aún hoy goza de cierto predicamento como la EMDR (Shapiro, 1991), aunque estadísticamente eficaz para el tratamiento del estrés prostraumático, gran parte de la comunidad científica sostiene que su ingrediente activo no es otro que la exposición (Lee, Taylor & Drummond, 2006). Las explicaciones propuestas inicialmente solían apelar al modo en que cada hemisferio procesa la información. Dicho razonamiento choca con lo que se sabe del funcionamiento cerebral, ya que ignora que las áreas involucradas en el proceso perceptivo visual o auditivo y las áreas de la memoria episódica, trabajan de forma independiente. La explicación actualmente más aceptada sobre el componente activo de la EMDR es bastante diferente: al parecer, la tarea de movimiento ocular actúa como distractora y reduce la capacidad de la memoria de trabajo, lo que atenúa la emocionalidad del recuerdo traumático, permitiendo exposiciones prolongadas a la vivencia a pesar de su crudeza (Landin-Romero, Moreno-Alcazar, Pagani, & Amann, 2018). La memoria de trabajo es un concepto originario de la psicología cognitiva (Scandar, 2016) que ha demostrado a lo largo de décadas ser un modelo explicativo útil, que se adecúa a nuestro conocimiento del funcionamiento cerebral y resulta, en este caso pertinente para explicar un fenómeno clínico (la utilidad del EMDR). Es decir, posee la "profundidad" adecuada. En cambio, la premisa de que estimular campos perceptivos contrapuestos favorezca la transferencia interhemisférica de información y que ello aminore la sintomatología traumática, no se sustenta en ningún dato certero, y parece más bien una apelación al antes mencionado "neurorealismo".

A la hora de pensar en procesos de cambio, a modo de ejemplo, puede abordarse un concepto proveniente de la neurociencia cognitiva que es hoy omnipresente a nivel de psicología básica, y que merece un lugar en los razonamientos terapéuticos: los procesos ascendentes y descendentes.

Se considera tradicionalmente que un proceso es ascendente cuando se inicia a partir de estímulos perceptivos y se abre camino hacia las funciones cognitivas superiores de forma automatizada, siguiendo un proceso que va desde una menor a una mayor complejidad (Kinchla & Wolfe, 1979). Así, por ejemplo, cuando se percibe un estímulo (e.g. una víbora) la activación fisiológica es producida directamente por la detección a nivel subcortical (conexión tálamo- amígdala) y sólo posteriormente existe una representación consciente del estímulo que el individuo es capaz de verbalizar (Ledoux, 1998). Por el contrario, muchos fenómenos se originan en áreas cognitivas superiores y "descienden": por ejemplo, un paciente ansioso que comienza a rumiar sobre su futuro y acaba con una fuerte activación fisiológica tras imaginarse a sí mismo en la ruina, realizó un proceso desde la representación hacia la respuesta básica.

Las psicoterapias también apelan constantemente a uno u otro mecanismo: la mayoría de las intervenciones verbales con los pacientes tienen un fuerte componente descendente ya que se pretende lograr una cadena que va desde un cambio en los pensamientos a un cambio en la conducta. Esto no sólo es patrimonio de la terapia cognitiva, sino que en realidad puede extenderse a gran parte de las psicoterapias. En la medida en que se fomente que sea el propio individuo el que, de forma activa, ante una determinada situación, ponga en juego una estrategia de forma voluntaria, se está apelando a un mecanismo descendente. (Valdivieso-Jiménez & Macedo-Orrego, 2018).

Sin embargo, hay formas de trabajar en psicoterapia que van de abajo hacia arriba. En primer lugar, puede modificarse el contexto de un individuo, como sucede en los programas de entrenamiento parental para los problemas de conducta: en ellos no se espera una toma de consciencia por parte del niño sobre cuestiones morales, sino que al retirar o presentar de forma sistemática reforzadores y castigos, se promueve el aumento o disminución de la frecuencia de conductas. También apelando a principios de condicionamiento, un segundo ejemplo de tratamiento ascendente es la exposición en vivo para las fobias. Finalmente, los programas centrados en mindfulness que recurren a la ejercitación repetida de la meditación como una forma de regulación emocional, están apuntando en el mismo sentido. Es valioso para un terapeuta tener presente a qué tipo de mecanismos está apelando, porque ambos presentan diferencias significativas tanto en su aplicabilidad como en sus objetivos {ver tabla 2}.

 

Diálogos

Idealmente, los puentes deben funcionar en ambas direcciones. Aunque es esperable que la transferencia de conocimientos vaya del laboratorio al consultorio más frecuentemente que en camino inverso, no menos cierto es que las preguntas de investigación surgen de demandas que la comunidad le hace a las ciencias básicas. Adicionalmente, sólo una comunicación fluida puede dar por resultado nuevas tecnologías clínicas a la luz de descubrimientos en el campo de la neurociencia. La historia reciente ha mostrado intentos de aplicación clínica (e.g. Grawe, 2007) que ponen de manifiesto la posibilidad de realizar aportes valiosos a la hora de mejorar la conceptualización de los problemas, pero que han dado pocos frutos a la hora de los tratamientos, posiblemente porque se pretendió pasar, sin pasos intermedios de los conocimientos del cerebro a la clínica, sin pasar por estadios intermedios (ver figura 1).

Una excepción exitosa es el tratamiento cognitivo conductual para el TDAH en adultos (ver Lopez et al., 2018 para una revisión) en el que sí parecería observarse un diálogo entre una comprensión cada vez más profunda sobre el diagnóstico en términos neuropsicológicos, a su vez basados en hallazgos básicos (fallas en circuitos de recompensa y problemas de activación prefrontal) y un diseño de intervenciones en el que se amalgaman con fluidez propuestas derivadas de los programas de rehabilitación para pacientes con daño frontal (neuropsicología cognitiva) y técnicas de la TCC. Posiblemente, en el caso del TDAH se generó un fenómeno particular: un éxito significativo de intervenciones farmacológicas antes de que se lograra una psicoterapéutica eficaz, un curso evolutivo que permitía hipotetizar con facilidad que la mutación en los síntomas era un correlato de los cambios del desarrollo de los pacientes y una similitud grande en muchos síntomas a los exhibidos en cuadros de daño frontal (Barkley, 2014). Como fuere, parece ser un buen ejemplo de lo que puede lograrse cuando personas que saben de psicoterapia y de neuropsicología al mismo tiempo, se ponen a pensar en cómo diseñar un tratamiento partiendo de una comprensión profunda (en el sentido de Hayes et.al., 2020) de un fenómeno, pasando por cada nivel explicativo.

 

Conclusiones

A lo largo de este artículo se ha intentado reflexionar sobre estado actual del diálogo entre neurociencia y psicoterapia, haciendo hincapié en evitar, tanto el conservadurismo como el voluntarismo, ambos igualmente estériles.

La apelación al cerebro como estrategia de marketing ha dificultado, más que favorecido, la búsqueda de nuevas respuestas. Una cuota de escepticismo, entonces, es justificada y deseable: debe comprenderse que en todos los campos la transformación de un conocimiento básico en una técnica aplicable y efectiva es un proceso arduo, donde los resultados rápidos suelen indicar más frecuentemente errores que genialidades.

Las ciencias del cerebro no están hoy en condiciones de brindarle a la psicoterapia respuestas revolucionarias, ni en el campo de la evaluación ni en el de los tratamientos. En cambio, permiten, mediante su conocimiento, mejorar la comprensión de los casos clínicos, perfeccionar el modo en que se seleccionan y aplican intervenciones y dar mayor precisión a los pronósticos. Finalmente, el diálogo entre los conocimientos provenientes de la neurociencia y la investigación en psicoterapia, prometen ser extremadamente útiles para trascender las escuelas psicoterapéuticas y los diagnósticos categoriales mediante el trabajo en procesos transdiagnósticos.

 

Referencias

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5ta Edición - Diciembre 2020
 
 
Figura 1
 
 
Tabla 1
 
 
Tabla 2
 
 
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