En
el proceso permanente de evaluación y diagnóstico el
terapeuta identifica patrones de comportamiento vinculados a
interacciones con personas de diferentes contextos (familia, escuela,
trabajo, etc.). Esas interacciones generan y mantienen problemas,
algunos de los cuales pueden ser considerados como síntomas
por parte de profesionales de la salud en general y la salud mental
en particular. En el ámbito de la psicoterapia resulta clave,
además de esos circuitos
interaccionales,
la comprensión de los circuitos
autorreferenciales o intrapsíquicos,
que involucran pensamientos relacionados con esos problemas y, en
términos generales, con la construcción de la realidad
(Fernández Moya, 2012). Ambos circuitos tienen lugar en el
presente, y su lectura ayuda al terapeuta a construir conjuntamente
con los consultantes el problema, las metas y las soluciones (y
Casabianca y Hirsch, 1989). Además, el terapeuta registra, a
partir del relato, una serie de experiencias pasadas que, en ese
momento del proceso de evaluación y siempre a nivel de
hipótesis, parecieran relacionarse con modos actuales de
pensamiento e interacción. Esas experiencias propias de la
crianza y la socialización de los consultantes se vinculan, en
la construcción personal que el terapeuta realiza –y que
éste deberá oportunamente corroborar con aquél-,
a las creencias y posturas manifestadas en el aquí y ahora de
la sesión.
Dado
este cuadro de situación se plantea una doble necesidad. El
clínico necesita un constructo de un nivel intermedio de
abstracción entre la experiencia pasada relatada por el
consultante (por definición inaccesible en los hechos, e
inmodificable) y los comportamientos actuales del mismo, tanto a
nivel del pensamiento como de la interacción, ambos objeto de
intervención en la medida en que, estos sí, resultan
accesibles y modificables en el transcurso del proceso terapéutico.
A
esa necesidad primaria del terapeuta se agrega un requisito de
verosimilitud para el consultante. La versión de la historia
que el profesional va hilvanando tiene como base argumental la
narrativa del consultante. La propuesta debe ser novedosa, al menos
en cierta medida, pues una versión idéntica a la
conocida seguirá el mismo destino que las que el consultante,
o bien otras personas –bien intencionadas pero fallidas-,
ofrecieron con anterioridad.
La
necesidad es doble en la medida en que el consultante, por su parte y
de modo complementario al terapeuta, necesita una explicación
para ciertos comportamientos y ciertas maneras de pensar actuales.
Estas maneras de pensar e interactuar pueden resultar inexplicables,
en cuyo caso el consultante espera del terapeuta una respuesta
profesional consistente, precisamente, en una explicación. En
otros casos, el consultante aporta una versión, propia o
ajena, acerca de su manera de pensar e interactuar, pero que hasta el
momento resulta fallida para la solución del problema.
Finalmente, algunas personas no han iluminado con la luz de la
conciencia ciertas áreas de su experiencia; se quejan de algo
que les ocurre pero no han establecido relaciones causales con
patrones de pensamiento e interacción.
Si
se acepta esta doble necesidad explicativa, encontramos un modo de
satisfacerla en el constructo de impronta
relacional,
que hemos definido como el
… resultado
de aquellos acontecimientos únicos, o bien a una serie de
acontecimientos ocurridos en un momento histórico determinado,
que por su nivel de intensidad ha o han dado lugar a cambios en la
manera de pensar, sentir y actuar de quien los protagonizó.
Frente a circunstancias análogas a las pasadas, y con relativa
independencia respecto de las circunstancias presentes, la persona
reactiva en el "aquí y ahora" los mismos
pensamientos, sentimientos y acciones del "allá y
entonces"; como consecuencia de ello, propone a otra u otras
personas una nueva definición de la relación que,
cuando es aceptada (explícita o implícitamente)
modifica la relación entre esas personas (Fernández
Moya y Richard, 2017, p. 36).
Ahora
bien: los patrones de interacción y pensamiento posibilitan la
obtención de una amplia gama de resultados, que desde la
perspectiva de la persona en cuestión y/o de su entorno pueden
ser definidos como éxitos o fracasos. Las improntas
relacionales conllevan entonces formas particulares de procesar la
información, tanto en el circuito intrapsíquico o
autorreferencial como a nivel del circuito interpersonal {ver nota del autor 1}.
De
patrones a sistemas de personalidad
A
lo largo del proceso de evaluación el terapeuta se encontrará
en repetidas ocasiones con comportamientos que configuran patrones,
muchos de los cuales pueden ser entendidos como sistemas de
personalidad, que encuentran su origen en el proceso de
socialización. El conocimiento y utilización de estos
patrones permitirá al terapeuta establecer una mejor relación,
por apoyarse en analogías con experiencias anteriores
positivas. Ello redundará en una mayor eficacia y eficiencia
de las intervenciones, incrementando la motivación del
consultante y, complementariamente, la maniobrabilidad del terapeuta.
Si
la impronta es una marca, la misma puede ser realizada en un acto o
como producto de un largo proceso de sedimentación. Cuando no
hay un evento claro y manifiesto como punto de partida del
comportamiento que genera la queja, pensamos en un proceso gradual,
insidioso, que proviene desde la infancia. Esto genera patrones de
comportamiento que se mantienen a partir del refuerzo positivo que
brinda el contexto (resultados exitosos), pero puede darse que en un
momento del desarrollo ese patrón deje de dar resultados, con
lo cual puede devenir en síntoma.
Utilidad
de la historia para los enfoques interaccionales
Un
terapeuta entrenado en modelos interaccionales podría formular
al menos dos preguntas incómodas: ¿Cómo se
explica que, si consideramos la conducta problema en el contexto, en
el aquí y ahora, nos interesamos por la historia? ¿Para
qué indagar aspectos del pasado de la persona cuando en todo
caso privilegiamos la historia reciente del problema y las soluciones
intentadas?
La
historia de la crianza y la socialización permite conocer a
los consultantes y sus interacciones históricas, las cuales se
replican en el presente, dándole sentido al circuito
mantenedor del problema. Por otro lado, resulta conveniente saber de
dónde provienen las ideas que sustentan el modo particular de
leer y ordenar la realidad. El terapeuta necesita argumentos que sean
parte de la narrativa de las personas que consultan, de manera de
resultar convincente para los consultantes, al utilizar las propias
construcciones de la realidad de los mismos. Sólo mediante
argumentos propios de los consultantes, y valiéndose de las
improntas relacionales más significativas –que son las
que surgen del relato de una historia y a su vez posibilitarán
construir aquí y ahora un relato alternativo-, es posible
arribar a un problema, una meta y una serie de soluciones
consensuadas.
De
la socialización a la construcción de la realidad
La
epistemología cibernético-sistémica no se
interesa en la historia en sí del sujeto, entendida como una
sucesión de hechos objetivos que determinen linealmente un
presente de padecimiento. En lugar de ello se enfoca en cómo,
a través de un proceso recursivo, la selección y el
relato de ciertas experiencias conduce a formas de pensar, sentir y
actuar sobre la realidad configurando un "relato oficial"
sobre los hechos del presente. Este relato tendrá un papel
central en la construcción que las personas realizan del
problema y las soluciones intentadas, influyendo a nivel del antes
mencionado circuito mantenedor del problema y sus consecuencias, es
decir el malestar subjetivo, a lo largo del tiempo.
El
relato que hace una persona acerca de la historia de sus relaciones,
repetido a lo largo del tiempo, es lo que ha generado un modo de
pensar las cosas, un modo particular de construir la realidad que
cuando se comparte –con relaciones significativas- adquiere un
significado diferente a partir del consenso, que hace de algún
modo "más real" la realidad. Ejemplo frecuente de
este proceso surge en el contexto de las terapias familiares y de
pareja, cuando una persona relata una historia plagada de
experiencias de fracasos, que atribuye sistemáticamente a la
conducta de los demás, definiéndose a sí misma
como una "víctima inocente", no responsable de los
tristes desenlaces. Mientras la persona mantenga este modo de
construir y relatar su historia, resultará poco probable que
haga algo diferente, por ej., ante un nuevo intento de formar pareja.
Cuanto más sea validada esta historia por el entorno (la
pareja actual, la familia, los amigos), menores serán las
posibilidades del terapeuta de co-construir un relato alternativo que
libere al consultante de mostrar sus desacuerdos a través de
síntomas.
El
comportamiento disfuncional de una persona en un sistema, con su
correlato subjetivo de malestar propio y de consecuencias para las
personas de su entorno, confronta al terapeuta con la morfoestasis o
tendencia a la estabilidad de los sistemas, la dificultad que la
misma implica para los objetivos terapéuticos, los recursos
del sistema terapéutico y, en última instancia, los
límites posibles del cambio.
Al
visualizar los límites del cambio esperable, el terapeuta
requiere constructos que lo ayuden a trazar un mapa y, en última
instancia, una estrategia terapéutica con todo lo que ello
implica (recursos propios y del consultante, obstáculos,
alternativas posibles, etc.), independientemente del o los modelos
teóricos que emplea en su práctica. En ese sentido, la
aplicación de los principios del aprendizaje operante conduce
a afirmar que, cuando un comportamiento resulta exitoso, generando en
el entorno la respuesta deseada, tenderá a repetirse. Cuando
esto no sucede, resultaría esperable que el comportamiento se
reduzca en frecuencia e intensidad, hasta desaparecer o extinguirse,
dando lugar a otros comportamientos que resulten exitosos.
Eventualmente, como un paso previo, el comportamiento disfuncional
(en ocasiones sintomático) puede exacerbarse antes del
resultado favorable.
Sin
embargo, en ocasiones se observa que las personas perseveran en las
conductas ineficaces, aparentemente sin un registro de esos
resultados. Esta perseverancia, que no resultaría explicable
desde los principios del aprendizaje, se torna comprensible a partir
de la consideración de la forma de pensar de la persona acerca
del problema. Por ejemplo, un padre puede disciplinar a sus hijos de
una determinada manera (basada en castigos), y aun cuando no obtiene
los resultados deseados (sólo logra mayor resistencia y
oposición), insiste en su método, evocando su propia
crianza y los resultados supuestamente positivos de la misma. Esta
clase de construcciones de la realidad desafían en la clínica
la prevalencia de los principios de la adquisición del
comportamiento y su modificación, con lo cual requieren la
consideración de la narrativa de los consultantes y, para
ello, la utilización de las improntas relacionales.
De
la narrativa personal a la interacción
Al
análisis precedente puede superponerse otro, formulado en
términos comunicacionales y de construcción social.
Quienes han interactuado con la persona "ineficaz", dando
cuenta de esa serie de fracasos acumulados, contribuirán a la
construcción social acerca de esa persona, sus motivaciones,
su pasado y las posibilidades futuras. Entre quienes aportan
semejantes construcciones, pueden encontrarse profesionales de la
salud mental. Los rótulos de "trastorno de personalidad"
pueden ser un corolario de dicho proceso. Por ejemplo, una persona
adulta puede utilizar un mecanismo de reclamo que siendo niño
le resultó beneficioso en algunas ocasiones en el marco de su
familia, que en la escuela primaria le brindó un éxito
relativo, y que ya en la adolescencia le resultó ineficaz con
sus compañeros de escuela: mostrarse enojado y ofendido ante
la ausencia de la respuesta esperada y, cuando ello no funciona,
aislarse, mantenerse en silencio, para luego explotar en ira como un
último intento de obtener lo que busca. En la narrativa
familiar y en el entorno de amistades de este hombre, casado y padre
de tres hijos, se retoman los dichos de su madre, quien definía
este patrón como "berrinches". Ante una eventual
consulta, un psicólogo o un psiquiatra podrían arribar
en su evaluación a cierto déficit del control de
impulsos, como rasgo de un posible trastorno de personalidad.
Desde
una perspectiva interaccional, todo comportamiento tiene valor de
mensaje; el significado otorgado al mismo será diferente según
quién lo propone, quién lo recibe y las circunstancias
en que se encuentran. Si cambian las circunstancias, cambia el
significado, y por lo tanto cambia la conducta. O bien, si cambia el
significado, cambian los otros elementos de la ecuación. Si se
piensa en términos de identidad –en tanto que dimensión
o tema central en la conceptualización de la personalidad-, se
admiten al menos dos grandes posturas por parte del individuo, sea la
propia persona que opina, en su narrativa, sobre su identidad, sea el
entorno significativo de esa persona, o bien un profesional de la
salud mental.
La
primera opción es entender la identidad como una
cristalización, es decir elproducto
estático que,
en todo caso, interactúa con otros sistemas de personalidad.
La visión de un profesional en un momento dado, en el contexto
de una evaluación clínica, puede entrar en esta
categoría.
La
segunda alternativa es entender la identidad como un proceso
continuo
de estabilidad y cambio, donde asume un papel central el ángulo
que tiene la mirada del observador en cada momento particular.
Prevalece el registro más cercano al momento de la
observación, pero también elementos anteriores
(vinculados a improntas relacionales) que adquieren, en la
construcción que el observador realiza, un papel relevante. El
papel de esas improntas en el observador puede resultar determinante,
hasta el punto de cegarlo ante comportamientos actuales y potenciales
de conducta en el futuro.
Una
conceptualización interaccional y constructivista de la
personalidad
Los
análisis precedentes conllevan un enfoque integrador de
losdistintos aspectos de la comunicación humana, incluyendo la
interacción, los circuitos recursivos de pensamiento acerca
del self
y el mundo, y las improntas relacionales que son jerarquizadas en
esos circuitos.
Este
enfoque implica conceptualizar la personalidad como un constructo
que tiene lugar a lo largo de un proceso en el cual las interacciones
pasadas (que generaron improntas), y las interacciones presentes (que
las elicitan), se vinculan en un momento dado por las características
de una situación específica, en un contexto
determinado. Como resultado de dicho proceso tiene lugar un
comportamiento idiosincrásico, en el aquí y ahora,
propio del individuo, que como tal puede ser cabalmente significado,
comprendido y considerado como válido únicamente por él
mismo {ver nota del autor 2}.
Para
las demás personas que participan de la interacción,
parte de esos significados podrán ser compartidos, pero otros
no, devolviéndole al individuo una cierta imagen de sí
mismo. Esta imagen podrá coincidir en mayor o menor medida con
la que el mismo individuo ha incorporado en el continuo proceso
interaccional de la crianza y la socialización, como imagen de
sí mismo en la construcción de su propia identidad.
La
identidad es admitida clásicamente como un componente del
campo de la personalidad (Fierro, 1996). Una vez más, la
mirada interaccional exige una consideración integradora, que
incluye pero excede las conductas autorreferidas tradicionalmente
asociadas al self.
La
identidad es sostenida por todas aquellas transacciones que confirman
nuestra percepción de la realidad, tal como lo establecen
Watzlawick, Beavin y Jackson (1981) al desarrollar los aspectos de
contenido y relación en la comunicación humana. Cuando
este proceso se altera y surge una concepción de la realidad
diferente, el sujeto dudará acerca de su percepción o
bien la confirmará como respuesta de afirmación frente
a la percepción de los otros.
Las
personas, en tanto seres sociales que viven en contantes intercambios
comunicacionales en los diversos sistemas que integran, se encuentran
en un proceso constante de definición de la relación
(Fernández Moya, 2010), en el cual se proponen desde un rol y
esperan una respuesta congruente. Ese proceso conlleva, a su vez,
otro proceso igualmente constante e inevitable de construcción
de la realidad, en la medida en que la propia conducta y la de los
demás, relacionadas en los términos antes descriptos,
brindan un marco estable y predecible para el devenir de la vida de
las personas.
Cuando
este proceso recursivo de definición de la relación y
construcción de la realidad se altera sustancialmente, la
persona no se reconocerá a sí misma en las expectativas
que los demás le transmiten con su comportamiento. Esos
desacuerdos pueden expresarse en trastornos que la clínica
psicológica y psiquiátrica abordan, además de
problemas de relación que en ocasiones exceden las taxonomías
de dichas disciplinas. En los casos más graves, dichos
desacuerdos operan como una pauta habitual de desconfirmación
que, según la etapa del ciclo vital personal en que ha tenido
lugar, pueden dificultar la posibilidad de un desarrollo evolutivo
armónico y coherente con el contexto. Cuando esto ocurre,
situaciones de estrés agudo pueden precipitar lo que en
términos clínicos será considerado una pérdida
de contacto con la realidad, y hasta un quiebre biográfico.
Las
personas que consultan pueden relacionar o no las improntas
relacionales con los patrones actuales de interacción y
pensamiento que mantienen el problema. Como decíamos, la tarea
del terapeuta consiste en hilvanar, en un relato construido
conjuntamente, aquellos acontecimientos del pasado con el aquí
y ahora, en una perspectiva superadora que considere los recursos de
consultantes y miembros del sistema terapéutico.
Finalmente,
sistemas más amplios que la familia tienen una gran incidencia
en la narrativa personal. En ésta se combinan en variadas
proporciones propios argumentos con ideas de otra autoría (en
el ejemplo mencionado más arriba, los "berrinches"
referidos por la madre). En la trama compleja en que una persona va
tejiendo a lo largo de su vida su propia narrativa o identidad,
algunos hilos se insertan con particular fuerza aunque resulten poco
visibles en el conjunto.
Los
mitos familiares, y eventualmente sociales, tienen ese poder en la
medida que forman parte de la estructura familiar, social o de la
organización a la que se pertenece, implicando dinámicas
que tienen lugar a lo largo de una generación o en el pasaje
entre generaciones; poseen esa intensidad justamente por ser poco o
nada explícitas, y son sostenidas por reglas interaccionales
que tornan muy difícil la metacomunicación.
Cuando
la socialización no tiene lugar en el marco de una familia (en
cualquiera de sus múltiples formas posibles), sino que ocurre
en una institución, las características de las personas
a cargo de los niños (profesionales, operadores sociales) y de
otras personas institucionalizadas generan múltiples
improntas, muchas de las cuales poseen efectos duraderos, en
diferentes sentidos, a nivel de circuito intrapsíquico. Al
tratarse de un número mayor de personas, las combinaciones, en
ocasiones bajo la forma de triángulos, resultan múltiples
y mayores que en una familia.
A
modo de síntesis
De
lo expuesto hasta aquí podemos concluir que algunas
experiencias generan improntas relacionales, determinando la forma en
que las personas construyen su percepción del mundo y de sí
mismos. Desde una perspectiva interaccional, la personalidad integra
las improntas relacionales del pasado con la situación actual
dando lugar a ciertos modos específicos de pensamiento e
interacción.
La
narrativa que los consultantes expresan y que se torna objeto del
trabajo terapéutico incluye entonces, en mayor o menor medida,
experiencias pasadas. El terapeuta, por su parte, necesariamente
jerarquiza en ese relato algunas improntas relacionales, e introduce
otras que ha rastreado en su evaluación. Al hacerlo, considera
el principio de utilización propuesto por Milton Erickson
(Robles, 1991), a fin de arribar a una construcción conjunta
del problema, las metas y las soluciones (Casabianca y Hirsch, 1989).
Notas
de autor
1. En
otro lugar (Fernández Moya y Richard, 2017) se desarrollan
trece dimensiones en las cuales el terapeuta evalúa las
improntas relacionales que se pueden presentar a lo largo del ciclo
vital de la familia, poniendo énfasis en el impacto que
tienen, dentro de diversos sistemas sociales, los pasajes de la
periferia al centro y viceversa.
2. El
concepto de impenetrabilidad de la teoría de la comunicación
humana plantea la dificultad para que los mensajes sean recibidos y
decodificados en el modo en que quisiera el emisor (Watzlawick,
Beavin y Jackson, 1981).
Referencias
Casabianca,
R. y Hirsch, H. (1989). Cómo
equivocarse menos en terapia. Un modelo de registro para la terapia
del M.R.I.
Santa Fe: Centro de Publicaciones, Universidad del Litoral.
Fernández
Moya, J. (2012) Después
de la pérdida.
Una
propuesta terapéutica para el abordaje de los duelos.
Mendoza: Editorial de la Universidad del Aconcagua.
Fernández
Moya, J. (2010) En
busca de resultados.
Mendoza: Editorial de la Universidad del Aconcagua.
Fernández
Moya, J. y Richard, F. (2017) De
crianzas y socializaciones. La impronta
relacional
en la evaluación clínica.
Mendoza: Editorial de la Universidad del Aconcagua.
Fierro,
A. (1996) Manual
de psicología de la personalidad. Barcelona:
Paidós.
Robles,
T. (1991) Terapia
cortada a la medida. Un seminario ericksoniano con Jeffrey Zeig.
México: Instituto Milton H. Erickson.
Watzlawick,
P.; Beavin, J. y Jackson, D. (1981) Teoría de la Comunicación
Humana. Barcelona: Herder.