Nota
editorial: Este
artículo fue originalmente publicado en la Revista Argentina
de Clínica Psicológica III (1). Agradecemos el permiso
para su reproducción.
León
Ostrov fue hijo de inmigrantes rusos, nació en Buenos Aires,
el 30 de diciembre de 1909 y murió el 19 de mayo de 1986.
El
padre tenía un pequeño negocio de artículos de
librería; mientras que la madre se dedicó al hogar,
recordando, no sin cierta nostalgia, alguna incursión corno
actriz teatral en su Rusia nativa.
Cursó
estudios secundarios en el Mariano Moreno, donde comenzó a
despuntar su vocación literaria. A los 17 años escribió
un drama: "La
Duda",
firmado con el seudónimo "Dostofermo". Este
seudónimo se debió a que se sentía mitad
Dostoievsky, y mitad Fernández Moreno. Las tragicómicas
peripecias que rodearon sus intentos -fracasados- de estrenarlo en
algún teatro de Buenos Aires, dieron lugar a que escribiera,
años después, un delicioso cuento: "Mi
incursión en el teatro".
Sus
inquietudes lo llevaron a participar de las reuniones culturales que
se realizaban en la biblioteca de barrio "Anatole France",
donde conoció a sus dos amigos de toda la vida: el luego
arquitecto José Aisenson, y al futuro escritor Enrique
Anderson Imbert.
Ingresó
en la carrera de Filosofía de la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Fue elegido presidente
del Centro de Estudiantes, y como tal organizó conferencias a
cargo de personalidades relevantes del quehacer cultural nacional y
extranjero. Necesitaba compartir sus conocimientos. Durante toda su
vida dedicó parte de su tiempo a la enseñanza, en
colegios secundarios al principio (Carlos Pellegrini, Guido y Spano)
y en la Universidad luego, o en las salas de conferencias. En 1938
publicó su libro de poemas: "Hora".
Sus lecturas siempre fueron variadas. No quería ser "un
bárbaro especializado",
como decía Ortega y Gasset. Su preocupación por los
problemas humanos (que primero lo acercó a la filosofía)
lo condujo al psicoanálisis, que abrazó con convicción.
Hizo entonces su formación en la Asociación
Psicoanalítica Argentina, a la que perteneció como
titular en función Didáctica.
Se
dedicó al ejercicio del Psicoanálisis y la Psicoterapia
en su consultorio y a su enseñanza y difusión desde la
cátedra universitaria y las salas de conferencias.
Tuvo
el honor de inaugurar como profesor la cátedra de Psicología
Psicoanalítica de la flamante carrera de Psicología de
la Universidad de Buenos Aires. Como culminación de su larga
carrera docente fue nombrado Profesor Emérito de esta casa de
estudios.
Desde
1973 hasta 1985 fue también Profesor titular de la Cátedra
"Métodos y Técnicas Psicoterapéuticas"
en la Universidad de Belgrano. Fue, sin lugar a dudas, una de las
personas que más hizo en la Argentina por la difusión
seria del Psicoanálisis. Pertenecía a esa clase de
profesores capaces de despertar vocaciones. ¡Cuántos
psicólogos que lo tuvieron como profesor recordarán su
erudición, su claridad, su cultura, sus anécdotas, sus
profundas convicciones éticas! Dictó gran cantidad de
conferencias, participó en mesas redondas donde se destacó
su pensamiento amplio e independiente. Defendía sus
convicciones con tanta solidez como pasión. No se plegaba a
las modas. Daba conferencias sobre Jung en tiempos en que esto hacía
levantar las cejas en gesto de desaprobación a muchos de sus
colegas psicoanalistas. Le interesaba todo. Había leído
a Marx porque le parecía una lectura ineludible en su momento;
además para poder hablar con conocimiento de causa. En su vida
cotidiana actuaba del mismo modo: los vendedores de periódicos
lo miraban con asombro cuando compraba simultáneamente un
ejemplar de la más recalcitrante derecha junto con otro de
virulenta izquierda. Podía decir como el poeta latino: "Nada
humano me es ajeno".
Escribió
numerosos trabajos que presentó en los Simposios de la
Asociación Psicoanalítica Argentina y en diversos
congresos. Publicó artículos en el diario La Nación.
Su tema preferido era el psicoanálisis relacionado con la
Filosofía, la Literatura, la Ética, la Violencia, etc.
En
1980 publicó el libro "Verdad y Caricatura del
Psicoanálisis", que mereció la Faja de Honor de la
Sociedad Argentina de Escritores.
Seguramente
que el paso de León Ostrov de la Filosofía y la
Literatura al Psicoanálisis se debió no sólo a
una necesidad interna de una teoría con rigor científico
que le permitiera una mejor comprensión del ser humano, sino
también a la fascinación que debió ejercer sobre
él la independencia de Freud como pensador y -last
but not least-
su extraordinario talento como escritor.
Fue
una figura entrañable en el paisaje de Belgrano. En los días
de verano solía ir a su consultorio de la calle Amenábar,
aún pasados largamente los 70 años, en su vieja
bicicleta Raleigh. Otras veces se lo veía volver a su casa al
mediodía, caminando y hojeando los titulares del diario, todo
al mismo tiempo.
Para
León Ostrov existía: la lectura, su trabajo, su
familia, sus amigos. Me he permitido preguntarles a dos de ellos cómo
lo recuerdan:
Inés
Malinow
"Lo
primero que supe de León Ostrov era que, además de
ayudante de trabajos prácticos del profesor Angel Battistessa,
era poeta pues por una serie de agradables errores, él me
envió un libro de poemas pensando que yo no era yo. La
dedicatoria me conmovió por ser prácticamente la
primera de los centenares de volúmenes que luego recibí
de distintos autores, ésa decía con una originalidad
que hallé conmovedora: "A Inés Malinow, con
estima". Y varios meses después lo busqué en su
oficina de la Facultad de Filosofía y Letras, para agradecerle
su envío. Según Ostrov me refirió, le había
pedido a un ordenanza que buscara en una lista mi nombre y así
hallaron mis señas particulares visibles, sólo que en
realidad deseó remitirle el tomo a una muchacha de apellido
Moreno que en apariencia lo había solicitado. Agradecí
igual, confusa por la confusión, y no fue difícil
coincidir con el profesor en la admiración a Baldomero
Fernández Moreno y al verano.
El
sol nos unió, con otros amigos, en Atlántida, y con
Fernández Moreno en divertidas anécdotas entre las que
sobresalía la forma en que León se apoderó de un
amado volumen del autor de "70 balcones", que por
discreción, no revelaré. Ostrov -lo descubrimos en el
mar- nadaba mejor que nadie y andaba en bicicleta como un campeón
de domingo, que en realidad era.
Éramos
invitados con frecuencia y abundancia de empanadas y exquisiteces que
devorábamos sin dudar en su casa de la calle Méndez de
Andes, en Flores. Entonces le pedíamos que nos contara sus
anécdotas y él, sin hacerse rogar, nos volvía a
divertir con las aventuras que corrió cuando montó por
primera vez a caballo o la forma como preparó Griego I, con el
significado de ablativo absoluto, que jamás supo. No pasaba
por alto el momento culminante de su adolescencia cuando casi le
estrenaron una pieza de teatro, copiada de Dostoievsky o de alguien
así de anónimo o cuando refería la respuesta de
aquel compañero del secundario que con orgullo le replicó
a un profesor prepotente: "Yo
soy un contemporáneo, no lo olvide..."
Sí,
León Ostrov, tus alumnos directos o indirectos te quisimos
mucho, y cuando aquella amistad se transformó en educadas
tertulias en tu casa de Belgrano -ese amor a ese barrio también
lo compartimos en larguísimas caminatas- donde la amabilidad
tuya y de tu esposa invitaba a Angel Battistessa, a José Luis
Lanuza, a Florencio Escardó, a Enrique Anderson Imbert y acaso
a algún otro amigo, supimos que el olor de tu pipa nos llevaba
a la confidencia, al diálogo brillante, a la discusión
sutil y a la demostración de que el tiempo era casi un detalle
imperceptible y secundario entre tanta calidez."
Enrique
Anderson Imbert
"¿Qué
hizo Ostrov con sus poemas? Los que le oí recitar ¡y con
qué mordaz ironía! no disimulaban la marca del
Ultraísmo. Fue así como lo conocí aquella noche
de 1929 ó 1930 en la biblioteca socialista "Anatole
France". Ostrov no era socialista -por lo menos no era
militante; yo sí- pero su inteligencia, como un compás,
pinchaba el centro de cualquier sistema ideológico, se abría
de par en par y para comprenderlo trazaba a su alrededor la
circunferencia del tamaño justo. ¡Ostrov no iba a
asustarse por las ideas de Marx! Sí sé que en esos años
simpatizaba más con las de Bergson. Esta capacidad para
comprender todos los mundos mentales construidos por el hombre fue lo
que me movió a buscar su amistad cuando, en 1931, ingresé
en la Facultad de Filosofía y Letras. Aunque teníamos
la misma edad él ya se destacaba en los cursos superiores y,
desde luego, era un humanista mucho más completo que yo. Había
leído a más filósofos. Conocía
personalmente a más escritores. Asistía a tertulias de
brillantes conversadores, como Coriolano Alberini y Alberto
Gerchunoff. Era un placer oírle contar historias o analizar
las incongruencias de la vida en general y, en particular, las de la
vida universitaria. Siempre lo animé a que escribiera la
novela de la Facultad, porque la conocía al dedillo y le
sobraba talento de novelista. Cuando en la Gaceta de Buenos Aires
comentó, generosamente, mi novela Vigilia, presentí que
él también pudo haberla escrito. Tenía agudeza
de un crítico y de un lírico. Penetraba en el ánimo
de las personas con la sutileza con que un Proust describe a sus
personajes. Me consta. Un día me dijo intempestivamente:
"Estás enamorado de C."
¡Era verdad, y yo no me había dado cuenta! Fuimos
íntimos amigos. Mirábamos las cosas desde la misma
altura -como no, si los dos éramos bajitos- y las juzgábamos
con el mismo sentido del humor. Su humor judío y mi humor
irlandés surgían como un géiser de vitalidad. Un
relámpago de picardía en sus ojos anunciaba la frase
ingeniosa que haría descargar la risa. Éramos sanos,
fuertes, trabajadores. Nos admirábamos. Yo admiraba su
conocimiento profundo de la condición humana. Había
algo felino en su modo cauteloso de acercarse a un problema: en sus
pasos medidos los músculos ya estaban listos para el salto.
Porque, aunque lento en la dialéctica de la persuasión,
era rapidísimo en la polémica.
Después
de diez años sin vernos -los de mi destierro, de 1947 a 1957-
nuestra amistad se reanudó y fue aún más
estrecha.
Conversábamos
horas y horas, enriqueciendo mutuamente nuestras concepciones del
inundo. Creo que de esas conversaciones también se
beneficiaron nuestras profesiones, la mía de cuentista y la de
él de psicólogo. Estuve a su lado, hasta el último
momento. Los dos manteníamos la misma actitud ante la muerte.
Hablábamos de ella con naturalidad. Sin embargo, cuando murió,
yo..."