Nota
editorial: Este
artículo fue originalmente publicado en la Revista Argentina
de Clínica Psicológica V (3). Agradecemos el permiso
para su reproducción.
La
dirección de la revista me encomendó una rota
biográfica sobre Hugo Rosarios. Fue mi jefe, mi maestro, mi
amigo, mi socio. Sin embargo, ¿a quién, hoy, le puede
interesar su biografía? No a sus amigos o enemigos, que la
tienen en su mente. No a quienes no lo conocieron, y probablemente
estén suficientemente ocupados o aburridos como para saltearse
una de esas historias que solo parecen interesantes al que las
escribe y a los familiares del muerto. ¿Cómo hacer para
que una biografía de Hugo Rosarios, que era una persona
interesante, interese al lector de esta revista? Quizá
contando como él me afecto a mí, cómo modeló
mis visiones del mundo como persona y como terapeuta. Quizá
contando como sirvió de modelo a otros, que aprendieron bajo
su guía a pensar la psicoterapia y la organización de
servicios de salud mental de una manera nueva, tan nueva que aun
ahora, un cuarto de siglo después, sigue sonando a ciencia
ficción en muchos centros de atención de nuestro país.
Puedo
empezar por una anécdota, esperando que postergue el temido
zapping postmoderno del lector hacia la página siguiente.
Año
1969. Lo habían nombrado jefe del Centro de Salud Mental N°
1 de la Municipalidad de Buenos Aires, institución recién
creada, que debía servir de modelo a otras. Yo era un graduado
relativamente reciente, interesado en adquirir experiencia en una
institución y en conseguir un buen supervisor en terapia
analítica. Me lo habían descripto como alguien capaz,
simultáneamente, de llegar a ser el miembro titular más
joven de la Asociación Psicoanalítica Argentina de su
tiempo y, a la vez, de describir a un supervisado la relación
terapéutica con un paciente en estos términos: "pareces
una albóndiga corrida por un tenedor". Una inteligencia
que desconfiaba del formalismo, del engolamiento, de la pedantería.
Rico por nacimiento, preocupado por la salud mental publica por
vocación. Lo fui a ver con cierto susto. Le pedí entrar
al equipo de Adultos, y que fuera mi supervisor de pacientes
privados. A lo primero se negó. Dijo que le sobraba gente para
eso, pero que le faltaba alguien con alguna experiencia fuera del
diván (yo había sido, entre otras cosas, periodista).
Me quería en el equipo de Promoción y Protección
de la Salud, en contacto con la gente del barrio, con las
organizaciones. Le dije que no sabía nada de eso. Me aseguró
que aprendería. En cuanto a .ser mi supervisor, se mostró
dudoso, no se sentía demasiado competente. Tuve que
convencerlo. Fue mi supervisor durante cuatro años, y el único
durante mis trece como terapeuta analítico que me resultó
valioso.
Esa
duda respecto al valor de lo que hacía lo acompañó
toda su vida. Fue probablemente su mayor virtud y su mayor defecto.
Su inteligencia poderosa le permitía pensar mejor que la
mayoría, pero siempre dudaba del valor del producto de su
pensamiento. Por lo tanto no lo imponía, lo mostraba, y
quedaba en los demás tomarlo o dejarlo. Esta es sin duda la
mejor actitud posible en el trato con consultantes. En el desarrollo
de organizaciones, facilita el crecimiento do otros líderes,
con lo que esto acarrea de enriquecimiento y complicación. En
el campo político es un defecto, porque permite que el
adversario más estentóreo, aunque sea incompetente,
gane la partida. Hugo Rosarios era un caballero, en un país en
el que no abundan. Por eso mismo a algunas de sus ideas debieron
esperar tiempos mejores, aunque vivan en el recuerdo de los que lo
quisimos y admiramos.
Hugo
se ocupó de visitar el barrio y las cosas de la gente cuando
nadie salía de su consultorio, se ocupó de la terapia
breve y de grupo, cuando todo el mundo pensaba que la panacea era el
psicoanálisis cuatro veces por semana durante cinco años.
Con
cualquiera de esas actitudes le hubiese sobrado para ocupar un lugar
importante entre sus colegas. Para mí, sin embargo, fue capaz
de algo más importante: primero me ayudo a crecer, y luego
quiso aprender de mí. Me ayudó a estudiar terapia breve
y pensar en modos de usarla, para después pedirme consejo
sobre esos temas. Poca gente es capaz en este gremio de considerar a
un ex discípulo como su igual, como alguien de quien se puede
aprender.
En
definitiva Hugo me dejó dos cosas. La primera, un modo de ver
la terapia centrado en la salud y las condiciones que la mantienen,
alejado de cierta charlatanería con pretensiones de
profundidad. La segunda, un modo de estar con la gente más
joven, aprendiendo al tiempo que apoyándola, que trato de
imitar.
Participe
con el del desarrollo de dos empresas. Bajo su direcci6n, el Centro
de Salud Mental N° 1 se transformó en modelo, para una
generación, de lo que podía hacerse pensando desde la
comunidad más que desde el individuo y desde la salud más
que desde la enfermedad. Muchos años más tarde, el
Centro Privado de Psicoterapias busco demostrar que es económicamente
posible desarrollar programas asistenciales de alta calidad para
grandes poblaciones.
Hay
tantos más datos en una biografía. Por ejemplo, que
nació en 1932, que hablaba varios idiomas a la perfección,
que estuvo alguna vez en la comisión directiva del Jockey Club
y otra en el Comando Tecnológico, agrupación de
profesionales de centro izquierda que apoyó el regreso de
Perón al país. 0 que tuvo un solo matrimonio, cuatro
hijos, unos pocos amigos entrañables, miles de conocidos y
cierta pasión por poner en ridículo - secretamente - la
vanidad pomposa de ciertos coetáneos. Como cuando en su hotel
invitó a un almuerzo exquisito, pero cambio las etiquetas de
los vinos y paso la tarde escuchando alabanzas a un Crespi seco
disfrazado de vino italiano de gran precio.
Se
murió en 1988. Quizá se podría decir que con su
muerte me obligó, como a varios más, a seguir
creciendo. Pero a él no le gustaría que se dijese eso.
Lo dejaría en un lugar importante, quizá solemne. Y a
él la solemnidad le molestaba. Como dije antes, era un
caballero, y el señorio es - inevitablemente - modesto.