El cambio en psicoterapia
El cambio en la psicoterapia ha sido un tema central de reflexión e investigación más o menos sistemática desde los inicios de la disciplina. En el ámbito de la terapia familiar y posteriormente en la psicoterapia sistémica, la palabra misma ha integrado el título de innumerables libros y artículos, así como de encuentros científicos y profesionales.
Si al término “cambio” le agregamos “de la personalidad”, la búsqueda se reduce a un número mucho menor de esfuerzos, y buena parte de las obras que un buscador podría arrojar se tratarán de lo difícil (cuando no imposible) que resulta combinar estas dos palabras. De hecho, resulta altamente probable que el lector abandone la lectura de un artículo como éste, a menos que su curiosidad o su experiencia personal, como investigador o como clínico, haya sembrado alguna clase de duda relativa a la posibilidad de semejante tipo de cambio.
Una variable que influye y complejiza la relación cambio-personalidad es que en las universidades, en las carreras de psicología y medicina (en esta última: en materias que versan sobre psicología médica y psiquiatría), así como en la formación de posgrado en salud mental, la personalidad es comprendida como algo que básicamente no cambia. Lo mismo ocurre en otras disciplinas vinculadas al derecho como la criminología, que quedan fuera del ámbito de la salud, pero adquieren gran relevancia frente a problemas sociales y cuyos juicios resultan en ocasiones determinantes para las personas y su salud mental.
Esto último revela un contraste –uno entre varios- entre los ámbitos de generación y difusión del conocimiento científico y técnico por un lado, y aquellos otros en los que se ejerce el “oficio”, en este caso de terapeutas. Todo profesional con cierta experiencia puede dar cuenta de cambios importantes en el comportamiento de sus consultantes como producto de la psicoterapia y eventualmente de circunstancias ajenas a la misma que, sin ser un trabajo sistemático y dirigido por un profesional, pueden alcanzar efectos análogos. Así, un accidente de tránsito, el fallecimiento de un ser querido, la revelación de un secreto familiar, etc., pueden jugar el papel de un puntapié inicial de un nuevo modo de funcionamiento que puede derivar en lo que un observador lego podría definir como un cambio en la manera de ser y de actuar (frecuentemente expresado con variantes de la frase “ya no es el mismo”), que a un profesional del campo de la salud mental lo llevaría a pensar, como hipótesis, si cambió o no su personalidad.
Cabría preguntarse si los cambios de comportamiento que tienen lugar a lo largo de un proceso de muchos años pueden entrar en el hipotético rubro de “cambio de personalidad”. Una beca de investigación en el exterior, una temporada en la cárcel, un cargo de gerente general en una empresa multinacional, una vida de oportunidades y suntuosos placeres a expensas de un amante, etc., pueden llevar a nuestro observador a emitir juicios acerca de cómo cambió la persona en cuestión. La eventual pérdida de esos lugares y posiciones conlleva análogas posibilidades de cambio, y cabe considerar si la persona sigue siendo la misma luego del cambio abrupto de su situación, o bien si vuelve a ser la que era antes de esa temporada en que conoció una vida tan diferente.
El caso de los cambios que trae aparejados el desarrollo resulta diverso. Desde la perspectiva del lego –pero también de los sistemas clasificatorios y los profesionales que los utilizan-, difícilmente se definiría la personalidad de un adolescente a partir de un comportamiento puntual o de una serie de comportamientos que, aun sostenidos durante cierto tiempo, son definidos desde el contexto como anomalías características de la etapa. “Ya se le va a pasar”; “es la edad del pavo”, se suele decir, pero difícilmente alguien definiría esos comportamientos como cambio en la personalidad. Los criterios diagnósticos para trastornos de personalidad, por ejemplo, excluyen a aquellas personas que no han cumplido los diez y ocho años (APA, 2013).
En cuanto a las experiencias vitales a que aludíamos más arriba, que “cambian” a las personas, las aguas estarán divididas entre el conjunto de observadores. Si comparamos con el mayor consenso que probablemente suscite el comportamiento adolescente, aquí habrá quienes dirán “él siempre fue igual, lo que pasa es que ahora tiene poder, entonces hace estas cosas”. Un grupo y otro de observadores replican sin advertirlo la conocida controversia persona-situación (Fierro, 1996) que sacudió el territorio de la psicología de la personalidad hace más de cincuenta años y cuyos ecos todavía llegan a nuestros oídos. Simplificando en exceso, diremos que las aguas de la psicología de la personalidad se partieron entre quienes ven algo que persiste más allá de las circunstancias o situaciones puntuales (i.e. contingencias de refuerzo), y aquellos otros que consideran que la personalidad es una ilusión de estabilidad, sólo existente en los procesos cognitivos de los observadores, sean legos o iniciados.
Si pasamos del campo del estudio científico de la personalidad al territorio de la psicoterapia, probablemente la mayoría de los iniciados acordarán que la personalidad (en una u otra de estas dos sobresimplificadas variantes) no cambia sustancialmente, sino que algunos rasgos o funcionamientos pueden modificarse dentro de ciertos límites. Desde nuestra perspectiva de terapeutas sistémicos resulta necesario dilucidar ese límite al menos por dos razones.
Por un lado, el pensamiento sistémico presenta una contradicción que hemos señalado en otro lugar (Fernández Moya y Richard, 2017), entre los determinantes contextuales más inmediatos del comportamiento (conceptos como interacción, transacciones, circuito mantenedor del problema) y aquellos más remotos, que tienen que ver con la historia de interacciones y que quedan fuera del foco del terapeuta centrado en el aquí y ahora. Esa contradicción resulta, desde nuestra perspectiva, en un déficit de conceptos y modelos teóricos sistémicos relativos a la personalidad. El concepto de impronta relacional (ver Nota de autor 1) es un intento de salvar esa contradicción que representa un puente conceptual entre el relato espontáneo del pasado y el sentido actual que tienen las interacciones y el pensamiento.
Por el otro lado, e independientemente de la acumulación de evidencia de investigación sistemática, la psicoterapia es todavía hasta cierto punto cuestionada desde un punto de vista social y desde otras disciplinas de la salud en relación a la magnitud y profundidad de los cambios que provoca. La investigación en factores de cambio pareciera abonar ese cuestionamiento relegando a un papel mínimo el peso de los factores específicos (es decir: técnicos) de una psicoterapia, en pos del manejo de la relación terapéutica como el apoyo que las personas necesitan para realizar por sí mismas los cambios deseados.
El cambio en la personalidad: de la función a la estructura
A los fines de nuestro desarrollo el origen de los cambios resulta indistinto, y puesto en términos comunicacionales podría verse como una cuestión de dónde el observador inicia la puntuación de la secuencia (ver Nota de autor 2). Puede tratarse de experiencias que tuvieron lugar durante cierto periodo de tiempo como las que mencionábamos más arriba, o bien de hechos puntuales, por ejemplo traumáticos. Pueden ser sucesos en la vida de las personas o intervenciones en el contexto de una psicoterapia. En cualquiera de los miembros de esta amplia clase de acontecimientos, adquiere particular relevancia la interacción. Desde la perspectiva del observador no iniciado en disciplinas psi, ese cambio tendrá lugar en el interior del individuo, como resultado de sus dificultades para adaptarse a una situación nueva, que por ejemplo podría resultar “traumática”. Un profesional podrá construir un significado de manera análoga, en función de su epistemología sobre los mismos hechos. Una posibilidad frecuente es atribuir un determinado tipo de comportamiento a un rasgo de personalidad específico, que pasa a explicar toda una gama de conductas, al modo de lo que Bateson (1999) denominaba “principios dormitivos”.
Desde nuestra construcción sistémica, partimos de una circunstancia actual que presenta similitudes con hechos que en el pasado dieron lugar a una impronta relacional, a la que sólo accedemos a través del relato o narrativa del consultante. Estas circunstancias actuales gatillan un cambio en el comportamiento que a su vez conduce, merced al principio de totalidad o coherencia de los sistemas (Fernández Moya, 2010), a que el comportamiento de las personas del entorno cambie.
En términos generales, este cambio puede ser explicado en términos de funcionalidad del sistema, al considerar que los nuevos comportamientos producen resultados favorables para el individuo y por lo tanto tienden a ser repetidos (ver Nota de autor 3). Con la repetición, los circuitos interaccionales tenderán a mantenerse. A la larga, el cambio funcional derivará en un cambio estructural, en el sentido de una nueva definición de la relación: el individuo se presenta desde un nuevo rol (por ejemplo: participa más en ciertas interacciones, expresa más sus sentimientos) en la medida en que los demás responden de manera congruente a ese rol (le manifiestan abiertamente su aceptación, invitándolo más a menudo a ciertas actividades, etc.).
Si el individuo, después de estos cambios, conoce personas nuevas, éstas le devolverán una imagen de sí mismo diferente, que incluye ese cambio en la personalidad. Esa nueva imagen, contrastada con la que pueden tener personas que conocieron al individuo en una etapa anterior de su vida, permite a un observador –por ejemplo un terapeuta que entrevista a personas significativas de antes y después del cambio-, emitir un juicio favorable acerca de las posibilidades del cambio en la personalidad. Entre quienes ya conocían a la persona, probablemente algunos no identifiquen el cambio al mantener la definición de la relación asumida previamente, mostrando una tendencia a la morfoestasis.
Desde una perspectiva interaccional la respuesta a nuestra pregunta original es clara y necesaria: la personalidad puede cambiar. Lo que puede presentar más dificultades para el cambio es el contexto, que seguirá esperando, añorando y hasta exigiendo ciertos modos de comportamiento. Aún más: podrá, en virtud de esas expectativas, no registrar el cambio en la personalidad del individuo, como habíamos advertido, y seguirá comportándose como antes. Las películas de gangsters ofrecen innumerables historias que ayudan a comprender lo difícil que resulta apartarse de un entorno y de los comportamientos que el mismo requiera para pertenecer. El precio de pertenecer es seguir siendo quien los demás esperan, lo cual no necesariamente coincide con lo que el individuo desea ser. Algunos ejemplos: un paciente con serios problemas de control sobre el alcohol acepta por enésima vez su designación honorífica de “Presidente de los Viernes de Tragos” en la empresa consultora en la que trabaja; un médico con años de dirigente de un club de rugby pide reiterada e infructuosamente que lo remplacen en su rol de asistir a los lesionados de cada partido; una señora que ejerce el rol de cuidadora exclusiva de un familiar dependiente encuentra una enorme resistencia cuando requiere ser relevada por otro miembro de su familia para poder retomar alguna actividad importante. Todos estos casos tienen en común la tensión que experimenta una persona entre, en un extremo, pertenecer a un sistema (o seguir perteneciendo) y pagar el precio de mostrarse tal como los demás quieren que sea, funcione, actúe, etc. aun a costa de su propia incomodidad; y, en el otro extremo, ser quien realmente quiere ser: un profesional reconocido por sus logros y no por “hacer el payaso” hasta perder la conciencia, un seguidor de su equipo menos involucrado en términos de tiempo los fines de semana, una cuidadora que podrá seguir con su vida (su trabajo, su familia, algún viaje) en los largos años vida que probablemente le queden de vida a su familiar dependiente.
Pertenencia rígida o cambio
La pertenencia a un sistema, entendida en términos de los ejemplos anteriores, puede ubicarse en un continuo que va desde un extremo de rigidez, (ver Nota de autor 4) donde la individualidad no tiene cabida, al otro extremo de laxitud de las relaciones, donde se encuentra un mero conjunto de individualidades. Un ejemplo de este tipo de organizaciones es la familia durante la crianza: Salvador Minuchin describió los dos polos de enmarañamiento y desligamiento, y entre ellos un continuo que va de uno al otro en que todas las familias pueden ser ubicadas. Ahora bien: sin cuestionar el papel fundante que tiene la familia –unidad de comprensión y abordaje desde una mirada clínica sistémica- sobre los procesos de individuación, también otros sistemas juegan un rol determinante en el continuo proceso de socialización.
Todo cambio en el comportamiento del individuo (y a la larga: de la personalidad), será registrado de diversas maneras según la posición que ocupe el individuo en ese continuo. El feedback que desde el sistema se dará al individuo acerca de sus propios cambios asumirá diversas formas, pero dependerá básicamente de dos variables.
En primer lugar, cuánto y cómo el comportamiento se aleja de las expectativas del contexto. Así, en los ejemplos citados, no beber en el caso del Presidente del alegre club de bebedores, faltar el médico a un partido, querer asistir a una fiesta en el caso de la abnegada cuidadora, pueden ser motivo de rechazo más o menos manifiesto por parte de quienes integran el sistema. “Qué aburrido está hoy el Presidente”, “¿Cómo faltás a un partido tan importante?”, “Mirá vos… nunca va a ningún lado y ahora quiere ir a una fiesta” podrían ser las críticas realizadas que, comunicadas directa o indirectamente, ejercerán una fuerte influencia en el sentido de la morfoestasis, poniendo en riesgo el cambio que la persona busca al punto en que, en algunos casos, el individuo deberá decidir si sigue perteneciendo o no.
En segundo lugar, el feedback asumirá cierta forma particular en función del nivel de rigidez de la relación de pertenencia, es decir: cuánto y cómo afecta al individuo dejar de pertenecer. Desde bromas e ironías, pasando por la indiferencia y variados grados de violencia, hasta los extremos del femicidio y el homicidio en casos extremos. En ocasiones, se hablará incluso de un “cambio en la personalidad”, asignando una connotación negativa al mismo. Expresiones como “es otra persona”, “lo desconozco” desde que ingresó a “esa secta”, a “ese partido político”, “a ese grupo de…”, “a esa familia política” reflejan el desasosiego en el sistema al comprobar que la persona no responde ya de la misma manera a la propuesta relacional. Las familias aglutinadas (Minuchin, 1979) son quizás el paradigma de este tipo de sistemas rígidos que fuerzan al individuo a pertenecer a toda costa, y donde el cambio en la personalidad del mismo constituye una amenaza para el individuo (si se queda) y para la familia (si se va).
El papel de las improntas relacionales de carencia en el cambio de la personalidad
Si consideramos al individuo, la mayor o menor capacidad de una persona para darse cuenta de que el camino que está recorriendo no es funcional a su propio interés, motivos, proyecto personal o como quiera definírselo, dependerá directamente de la intensidad con que fueron registradas las improntas relacionales a las que se otorga un significado de carencia. Mientras mayor sea esta vivencia –que puede ser a nivel afectivo, económico, social o en otros ámbitos-, la persona tenderá más a pertenecer de manera rígida al sistema de que se trate, aceptando todas sus reglas, y por ello su construcción de la realidad lo llevará a no identificar cuánto y cómo esa pertenencia obstaculiza sus propios motivos, aspiraciones y posibilidades de desarrollo.
Ahora bien: quienes no han experimentado ese nivel de carencias desarrollará un mayor sentido de autonomía, confianza en sí mismo y seguridad personal. Ello le permitirá elegir con mayores grados de libertad, lo cual incluye la posibilidad de abandonar la pertenencia a un determinado sistema (familia, grupo de pares, organización).
Podemos figurarnos un continuo que va desde la pertenencia rígida a la independencia, pasando por grados de pertenencia relativa, no rígida pero en la cual el sistema todavía limita en gran medida las elecciones del individuo; pertenencia flexible, con mayor libertad de elección en algunas áreas; y autonomía relativa, donde dicha libertad del individuo es mayor y en más áreas {ver figura 1}.
Desde un punto de vista lógico podría esperarse que el extremo opuesto a la pertenencia rígida sea la independencia. Ahora bien: desde una perspectiva interaccional hablar de independencia y de ilusión es prácticamente lo mismo, en la medida en que nadie es totalmente independiente. Como hemos dicho en otro lugar (Fernández Moya y Richard, 2017), aun en soledad, otras personas influyen a nivel del circuito intrapsíquico a través de las improntas relacionales oportunamente registradas, que determinan no sólo la manera de relacionarse sino la manera de pensar. Hecha esta salvedad, el gráfico quedaría dispuesto de la siguiente forma {ver figura 2}.
En este continuo puede agregarse la variable antes identificada como carencia en la narrativa personal, en función del mayor o menor peso relativo que tendrá sobre los grados de pertenencia {ver figura 3}.
La ilusión de independencia admite la posibilidad de conducir a formas de pertenencia rígida, que dan cuenta, bajo el disfraz de la “independencia”, de una narrativa construida en torno de carencias igualmente intensas y significativas, pero que pueden, en virtud del contenido de la narrativa, resultar menos evidentes al investigador o clínico. En el siguiente gráfico incluimos la variable carencia con la misma forma y pensó relativo, pero sin el color que en las otras instancias del continuo, con lo que pretendemos mostrar que puede resultar menos visible en el relato del individuo {ver figura 4}.
En la ilusión de independencia se incluye entonces aquellos casos de personas que creen que por oponerse sistemáticamente a las propuestas presentadas por los integrantes de diversos grupos, están eligiendo. Lejos de la libertad que pregona, una persona que funciona de esta manera se encuentra atrapada en la paradoja de que, mientras busca ser libre, se ve obligada a elegir por oposición y, en consecuencia, a desarrollar una pertenencia rígida a, por ejemplo, un grupo opositor. Incluso en el caso de que la persona rehuyera de todo contacto social, la pertenencia rígida estaría dada a un sistema de ideas (por ejemplo de corte misantrópico).
Las excepciones como factores de cambio en la personalidad
La personalidad se constituye de patrones que se encuentran íntimamente ligados a las improntas relacionales con que cuenta el individuo y las expectativas y demandas del contexto acerca del comportamiento del mismo. La pertenencia del individuo a diversos sistemas dependerá de las transacciones constantes entre éstos y aquél.
Los mencionados patrones son, por definición, la repetición de ciertos comportamientos del individuo frente a determinadas situaciones. La flexibilidad con que la persona se desenvuelva en diversas situaciones constituye un indicador inequívoco de funcionalidad para la evaluación de la personalidad. Frente a lo dicho cabe hacer una salvedad: así como la ilusión de independencia puede suponer un grado no evidente de pertenencia rígida, del mismo modo una flexibilidad extrema podrá ser indicador de rigidez. Quien es flexible en todos los contextos y situaciones terminará siendo rígidamente flexible.
En la práctica clínica, el concepto de excepciones desarrollado por algunos modelos sistémicos constituye un aporte valioso en la conceptualización del cambio de la personalidad. Las excepciones son aquellos comportamientos o vivencias que no pertenecen a los patrones rígidos vinculados al problema, y que por ello abren al clínico y al consultante posibilidades para sostener y amplificar el cambio. El interés para nuestro desarrollo consiste en que el comportamiento nuevo, flexible, adecuadamente identificado, fomentado en el contexto en que surgió y luego en otros, es la condición necesaria para el cambio en la personalidad.
Conclusiones
Al inicio del artículo ensayamos una suerte de prescripción de la conducta del lector, en el sentido de abandonar la lectura. Buscábamos con esta propuesta paradójica que la curiosidad hiciera su juego. Creíamos, no obstante, que para que la curiosidad hiciera su trabajo el lector debía contar con improntas vinculadas a la posibilidad del cambio de la personalidad. No somos los primeros que desafiamos, desde la epistemología constructivista, el adagio sostenido por el empirismo del “ver para creer”. Con la convicción de que para ver hace falta creer previamente, establecimos esa complicidad con un lector que indudablemente cree, al menos en alguna medida, en el cambio en la personalidad.
El propósito de este artículo ha sido sensibilizar a quienes creen, y ayudar en todo caso a que puedan ver más y mejor esos cambios. No se trata de una cuestión de fe sino de cómo funciona la percepción y la construcción de la realidad, por un lado, y de cómo funciona el cambio por el otro. Como planteaba Bradford Keeney, nuestra manera de ver el mundo deriva de las distinciones que en él realizamos, “como si con nuestra mano dibujáramos bocetos en nuestra retina” en un proceso que es “recursivo: uno dibuja lo que ve y ve lo que dibuja”.
Esta analogía, por demás válida para la reflexión epistemológica, sustenta la práctica de los terapeutas sistémicos que emplean distintos modelos, que aun con sus especificidades comparten las nociones ericksonianas de utilización (de todo aquello que el consultante aporta), y especialmente de potencialidad no desarrollada (Hirsch y Casabianca, 1989). Quizás quienes más hacen usufructo de este verdadero patrimonio sistémico que es el pasaje del creer al ver, son la terapia centrada en soluciones y la terapia narrativa.
El terapeuta centrado en soluciones busca deliberadamente dirigir la atención de su consultante a aquellos acontecimientos extraordinarios, denominados “excepciones” que marcan una diferencia positiva respecto del problema. A partir de ese primer paso, se ocupará durante el resto del proceso de que la persona siga encontrando esas excepciones, de modo que el cambio se extienda a otros comportamientos, relaciones y sistemas.
La terapia narrativa, por su parte, echa mano a esas excepciones y se enfoca en construir un discurso que las sostenga. Los terapeutas que utilizan este modelo se mostrarán probablemente más proclives a pensar en términos de cambio cuando se enfrentan al constructo “personalidad”. La personalidad se encuentra inextricablemente ligada a la narrativa, o bien la narrativa personal constituye una versión actualizada en tiempo real de la personalidad.
Finalmente, los procesos activados por estas maniobras encuentran en numerosas ocasiones un paralelismo en situaciones no clínicas, de la vida cotidiana de muchas personas. Un maestro, un entrenador, un religioso, una madre, etc., realizan sin darse cuenta la identificación, la amplificación y la generalización de las excepciones, propiciando cambios en la personalidad que tienen lugar fuera de un proceso psicoterapéutico. Consideramos de gran importancia que la investigación profundice el estudio de ambas clases de cambios en la personalidad (dentro y fuera del ámbito de la psicoterapia) ponderando el aporte de los conceptos de impronta relacional, carencia y pertenencia rígida en el continuo de la crianza y la socialización de los individuos.
Nota de autor
1.En la obra citada proponemos la siguiente definición de impronta relacional: “el resultado de aquellos acontecimientos únicos, o bien a una serie de acontecimientos ocurridos en un momento histórico determinado, que por su nivel de intensidad ha o han dado lugar a cambios en la manera de pensar, sentir y actuar de quien los protagonizó. Frente a circunstancias análogas a las pasadas, y con relativa independencia respecto de las circunstancias presentes, la persona reactiva en el “aquí y ahora” los mismos pensamientos, sentimientos y acciones del “allá y entonces”; como consecuencia de ello, propone a otra u otras personas una nueva definición de la relación que, cuando es aceptada (explícita o implícitamente) modifica la relación entre esas personas”.
2. El tercer axioma de la teoría de la comunicación humana (Watzlawick, Beavin y Jackson, 1981) refiere que la naturaleza de la relación depende de la puntuación de la secuencia de hechos entre los comunicantes.
3. En ocasiones, los resultados desfavorables acumulados a lo largo del tiempo contradicen los fundamentos del aprendizaje operante. En la última de las dimensiones del libro De crianzas y socializaciones abordamos los casos en que aun con resultados negativos las personas perseveran en su manera de hacer las cosas. Ello se explica sólo a través de la narrativa personal y del significado asignado a esos intentos fallidos.
4. En un libro actualmente en proceso de revisión y que da continuidad al trabajo De crianzas y socializaciones. La impronta relacional en la evaluación clínica, conceptualizamos la personalidad como un proceso permanente que resulta de la interacción con personas significativas, donde el grado de rigidez de la pertenencia a los sistemas (familia y otros) juega un papel fundamental en la adaptación y la funcionalidad del individuo.
5. Martin Payne (2002) ha planteado que todas las terapias son de algún modo narrativas. Aquí nos referimos al modelo “puro”, si tal cosa es posible.
Referencias
Asociación Americana de Psiquiatría (APA) (2013). Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (5 ª ed.). Arlington, VA: American Psychiatric Publishing
Bateson, G. (1999). Pasos Hacia una ecología de la mente. Buenos Aires: C. Lohlé.
Casabianca, R. y Hirsch, H. (1989). Cómo equivocarse menos en terapia. Un modelo de registro para la terapia del M.R.I. Santa Fe: Centro de Publicaciones, Universidad del Litoral.
Fernández Moya, J. (2010). En busca de resultados. Mendoza: Editorial de la Universidad del Aconcagua.
Fernández Moya, J. y Richard, F. (2017). De crianzas y socializaciones. La impronta relacional en la evaluación clínica. Mendoza: Editorial de la Universidad del Aconcagua.
Fierro, A. (1996). Manual de psicología de la personalidad. Barcelona: Paidós.
Keeney, B. (1987). Estética del cambio. Buenos Aires: Paidós
Minuchin, S. (1979). Familias y terapia familiar. Barcelona: Gedisa
Payne, M. (2002). Terapia narrativa. Una introducción para profesionales. Barcelona: Paidós
Watzlawick, P.; Beavin, J. y Jackson, D. (1981). Teoría de la Comunicación Humana. Barcelona: Herder.