En
su segundo seminario, sobre el Yo en la teoría y en la técnica
psicoanalítica, enero de 1955, Lacan comentó la noción
de información, en ese momento recientemente renovada por la
teoría matemática de la comunicación del
ingeniero Claude Shannon (1948). Ya hacía algún tiempo
que la comunicación era una preocupación para las
empresas telefónicas que padecían “atasco”
(“jam” en la jerga americana) por el enorme flujo de
datos que se intercambiaban por cable entre los dispositivos
telefónicos fijos que alquilaban a sus clientes. Los cables
unían distancias de miles de kilómetros a través
del vasto territorio americano y del lecho del Atlántico.
Shannon
Este
autor no trata el tema de la información como un problema de
matemática pura, como había hecho Alan Turing en 1936
con su máquina universal, capaz de pro-gramar cualquier
proceso automatizable incluyendo el del cifrado y la transferencia de
datos {ver nota de autor 1}. Shannon enfoca en cambio las
dificultades concretas en la comunicación a partir de la
medida promedio de pérdida de datos que resultan de la
transmisión entre una fuente
(“source”) y el destino
(“destination”) de un mensaje telegráfico,
telefónico o en cualquier otro soporte o hardware
concreto. Entre la fuente y el destino, se produce entropía o
pérdida de información, y eso puede estudiarse teniendo
en cuenta que, en un sistema de transmisión, entre fuente y
destino, existen al menos los siguientes elementos:
-
el transmisor,
dispositivo que codifica y eventualmente encripta el mensaje de la
fuente transformándolo en señales binarias (0 ó
1, pasaje o no de corriente), y emite el mensaje a través del
cable;
-
el canal
que lleva las señales hasta el receptor, con limitaciones
ciertas en la velocidad y el volumen de transmisión de datos,
según el “ancho de banda”;
-
el receptor,
que decodifica las señales y reconstruye el mensaje de voz o
alfabético, volviéndolo legible para el destinatario.
Como
buen ingeniero, Shannon piensa en la eficiencia, le interesa el
porcentaje de información
que no se pierde
en el proceso de transmisión, llamando “entropía”
al promedio
de los datos que sí se pierden
en la comunicación. La entropía no es una constante,
como cree Lacan, sino un promedio variable según correlaciones
medibles entre software y hardware.
Entre
Turing y Shannon, hubo otro matemático e ingeniero brillante,
fabricante de las primeras computadoras en los EEUU, John von
Neumann, quien sugirió a Shannon el uso del término
“entropía”, que ya se empleaba en mecánica
estadística, con el divertido argumento de que, como nadie
sabe qué es realmente la entropía, “en un debate
siempre tendrás ventaja” (Lombardi, Holik, y Vanni,
2016a, p. 4).
En
su texto de 1948 Shannon distingue entre:
-
la
equivocación
[“equivocation” literalmente es “llamado
indistinto”, invocar por igual, 0 ó 1, cara o cruz, da
igual]: es el promedio de la entropía por estancamiento de
datos en la fuente, que no llegaron al receptor;
-
información
comunicada
[ “mutual information”]: es el promedio de lo que se
logra transmitir desde la fuente al destinatario; y
-
ruido:
se
refiere a la entropía resultante de la información que
llega al destinatario pero que no fue generada por la fuente [el
término inglés es “noise”, ampliamente
conocido en las tecnologías de transmisión y de
reproducción de datos].
Es
llamativo el lugar donde Shannon sitúa la equivocación,
precisamente en el conjunto de datos que no pasan. De modo que se
puede reproducir la voz del interlocutor con mayor o menor
distorsión, descifrar algunas de las palabras que emitió,
quedando la equivocación polarizada del lado de la fuente o
emisor. En su primer impulso innovador, Shannon señaló
que los aspectos semánticos de la comunicación son
irrelevantes desde la perspectiva del ingeniero (p. 379). Más
adelante, en colaboración con Warren Weaber, intentará
atenuar este desprecio de la significación, que resulta de
dejar la equivocación del lado del emisor (Shannon y Weaver,
1964).
¿Podemos
con esta secuencia equivocación
–
información
común –
ruido,
interrogar las dificultades en la comunicación humana verbal o
escrita, dicho de otro modo, la entropía que ella produce? La
pregunta se justifica porque, aún sin cables de por medio, dos
personas que están muy cerca una de la otra, que hablan el
mismo idioma, pueden tener serios “problemas de comunicación”.
La información se atasca. ¿Cuenta realmente, después
de un siglo de psicoanálisis, el aspecto semántico, es
decir la relación entre los significantes y la significación
(sentido y/o referencia) que ellos vehiculan o inducen en el
intercambio verbal?
Jakobson
Antes
de desarrollar esa pregunta desde la perspectiva psicoanalítica,
quiero recordar que uno de los tres lingüistas preferidos de
Lacan, Roman Jakobson, advirtió que también ellos, los
lingüistas, se sintieron tentados de ocuparse de los aspectos
formales del lenguaje y dejar de lado las cuestiones semánticas
del estudio de los mensajes verbales. Sin embargo, ese movimiento
debió rápidamente revertirse. “Los intentos de
construir un modelo lingüístico sin ninguna atención
a la significación para el hablante ni para el oyente, y
reducir así el acto de la comunicación a un código
asemántico, amenaza en convertir el lenguaje en una ficción
escolástica”, escribe (Jakobson, 1961). Debe
distinguirse tajantemente el intercambio verbal de los humanos y el
intercambio mecánico de información, “a la que se
intenta dar un aspecto antropomórfico llamándola
también ‘comunicación’”, dice, lo
cual “atasca” cualquier desarrollo de este concepto, al
menos en la lingüística.
De
hecho, Jakobson muestra que el lugar de la equivocación
cambia cuando se trata del intercambio verbal entre seres hablantes.
En este caso, dice, no es del lado del emisor-fuente donde se
concentra la equivocación, sino del lado del oyente. En
efecto, argumenta, quien habla puede emplear secuencias de fonemas
tales como “(h)errar”, sabiendo perfectamente si está
hablando de cometer un error
o si se refiere a herrar,
colocar un hierro. El oyente, por el contrario, ha de emplear un
enfoque estocástico: debe elegir entre significaciones
equívocas, múltiples y azarosas de los símbolos
que le llegan, decidiendo su significación, cuando puede,
según el contexto en el que cree poder situar el mensaje. La
información común está también aquí
sometida a la entropía, al azar, a la probabilidad, pero de
otro modo. Es fundamentalmente el oyente quien queda sujeto a
probabilidades desconocidas de significación.
Para
el lingüista, la equivocación se polariza entonces del
lado del oyente, a quien el mensaje le ofrece ambigüedades que
para el emisor no eran evidentes. La poesía y el chiste se
fundan en la ambigüedad que corresponde a la recepción
[input]
del mensaje, pero cargándola sobre la emisión [output]
{ver nota de autor 2}. Lo cual le permite recordar, de paso, que la
prevalencia en la comunicación humana del modelo
receptivo
se encuentra señalado por la prioridad temporal de la
adquisición pasiva del lenguaje por parte de los niños,
y también de los adultos.
Lacan
Esta
otra posición de la equivocación permite vislumbrar la
razón por la que Lacan precozmente ubica el
inconsciente-equívoco [une-bévue]
del lado del Otro. Recordemos algunas de sus tesis: el inconsciente
es el discurso del Otro (es decir, del oyente que ha de interpretar
lo que dice el hablante), el deseo inconsciente es el deseo del Otro,
el deseo es su interpretación… Y también, “es
al ver jugar toda una cadena a nivel del deseo del Otro, que el deseo
del sujeto se constituye” (Lacan, 1964a, p. 213) {ver nota de autor 3}.
Para
Lacan, psicoanalista, la comunicación humana funciona mal.
Pero no por problemas de cableado neuronal, telefónico u otras
limitaciones tecnológicas, sino por la excesiva riqueza del
lenguaje ordinario, sus ilimitadas aptitudes y posibilidades de
significación —ese exceso que llevó a Freud a
hablar de equívoco y de sobredeterminación—. A
diferencia del lenguaje de las abejas y los delfines, el malentendido
es la ley de la comunicación humana. La sobredeterminación
pesa sobre cada elemento del lenguaje, haciendo que cada
significante, en lugar de ser algo transparente, que permite
transmitir significación, sea como un ladrillo opaco o un
diamante iridiscente, con déficit o exceso semántico
variable. La medida de la entropía en una charla entre humanos
es cercana al 100% de lo que se intercambia, aunque a veces lo
esencial no se pierde, se transmite, pero de modo contingente, como
en un encuentro afortunado. Se imagina el lenguaje animal como
unívoco, y esa comunicación participa de lo real,
escribe Lacan más tarde, añadiendo: “con la
salvedad de que sus símbolos no son jamás equívocos”
(1972, p. 34).
El
lenguaje humano, supuestamente idóneo para la comunicación,
la comprensión, el diálogo, funciona como un muro. El
malentendido es su ley, Babel su metáfora. Significar
demasiado equivale a no significar nada, e inversamente, el
significante que parece asemántico, neológico, llama a
la significación, que deberá aportar con urgencia el
propio sujeto que, “como efecto de significación, es
respuesta de lo real” (p. 14).
De
allí se desprenden algunas advertencias y resguardos
metodológicos para el psicoanálisis. Cuando un
practicante, en una sesión de control, dice: “comprendí,
el paciente quería decirme tal cosa”, Lacan señala
que, en nombre de la inteligencia (que para él es un afecto
entre otros, especificado por la mera suposición de que hay
hecho inteligibles), hay simplemente supresión de lo que
debería detenernos, lo que habría que comenzar por
escuchar: lo
que no se entiende
(1963, p. 73). En esto debemos imitar a Shannon, e interesarnos más
en el atasco que en lo que pasa automáticamente. No somos
abejas, ni ovejas.
Todavía
hoy, los analistas se preguntan cómo intervenir con un
paciente psicótico, a pesar de que Lacan explicó que no
es tan complicado ni peligroso, a condición de partir con el
buen pie: en lugar de comprender, hay que comenzar por lo que no se
entiende. Y si no se entiende, ¡se puede preguntar!, se pueden
intentar interpretaciones tentativas, a condición de que ellas
sean pronunciadas desde una posición despojada de saber, y no
desde un lugar de certeza —la certeza, para el psicótico,
suele quedar de su lado—. “Una estricta sumisión a
las posiciones subjetivas del enfermo”, escribió (1958a,
p. 534).
El
ejemplo de la psicosis es clave, ya que si hay una certeza que
constatamos con frecuencia en ella, es que el lenguaje no comunica
bien, que el lenguaje conduce a contradicciones angustiantes para
quien lo emplea o es su empleado, y también para quien lo
escucha. En los momentos de psicosis activa, se evidencia que el
lenguaje, al mismo tiempo que hace posible el lazo social, lo vuelve
algo muchísimo más complicado de lo que sabe el hombre
“normal”, que cree comprender lo que otros dicen. Si el
psicótico gusta de apelar a neologismos (palabras o giros
lingüísticos que no tienen una significación
compartida), es porque intenta expresar algo que excede las
posibilidades de la comunicación usuales en el lazo social.
Ese rasgo lo transforma en un irónico nato, que interpela o
ataca el lazo social tanto en su intención comunicativa como
en su intención pragmática.
Freud
¿Cómo
sería una teoría de la comunicación, no entre
máquinas, sino de inconsciente a inconsciente? Dos o tres
décadas antes que Shannon, Jakobson y Lacan elaboren o
interroguen la teoría de la comunicación, Freud
escribió su texto Consejos
al médico
(1912), donde interroga la posición de oyente del analista en
la terapia analítica. En el contexto actual, podríamos
resumir su argumentación del siguiente modo: pedimos al
analizante que cumpla la regla fundamental de no omisión y de
no sistematización, en una suerte de ejercicio metódico
y confidencial de parresía
[pan
rhésis
es decir todo], de decir todo cuanto se le ocurra. Esa no selección
debiera regir también del lado del analista, dice Freud, no en
lo que dice sino en lo que escucha. Se anticipa así a las
observaciones de Jakobson. En efecto, cualquier interpretación
del lado del analista supone una suerte de censura, de elección
que seguramente se rige por sus propias preferencias, prejuicios,
fijaciones. De modo que es mejor dejar también al inconsciente
equívoco del analista interpretar más o menos
libremente. Es preferible una posición estocástica que
la reiteración de lo que ya sabe, por experiencia o por
prejuicio. De modo que la comunicación en el análisis
resulta ser de esta índole, citemos aquí textualmente a
Freud: el analista “...debe volver hacia el inconsciente emisor
del enfermo su propio inconsciente como órgano receptor, y
acomodarse al analizado como el auricular del teléfono se
acomoda al micrófono” (p. 115).
Ahora
bien, emplear el “inconsciente” como instrumento de
análisis, supone que del lado del analista también
interviene la represión inherente al vínculo del ser
hablante con el lenguaje. De allí la necesidad de su
experiencia previa de análisis personal para adquirir la
aptitud de no censurar, dejando de lado sus preferencias explícitas,
e incluso también su juicio íntimo. La puesta a punto
del deseo del analista lleva a una posición distinta de la
represión respecto del inconsciente. Es más bien
permitirle a éste intervenir cuando resulta oportuno, es
decir, dejarse sorprender por él; habrá que bancarse
luego las consecuencias asociativas o transferenciales del analizado.
Los no incautos (y)erran [les
non-dupes errent],
dirá Lacan (1976-77) para recuperar una nueva versión,
de cuño freudiano y tal vez también anterior, de la
sabiduría tradicional que el inconsciente preserva {ver nota de autor 4}. Ahora bien, cualquier conflicto no solucionado en el
analista, advierte Freud en el mismo texto, representa un “punto
ciego” en su percepción analítica, ruido en el
sentido de Shannon, algo que añade opacidad a los retoños
del inconsciente del analizante, que ya de por sí llegan
cifrados.
El
uso analítico de la equivocación
Es
en este marco que toma un sentido el retorno de Lacan a Freud, y la
pregunta por la información que llega del inconsciente vía
interpretación. Si la sobredeterminación semántica
de lenguaje atasca la comunicación entre analizante y
analista, al punto de reducir los dichos de ambos a monólogos
entrecortados y alternantes, la salida que encuentra Lacan en su
lectura de Freud es en dos pasos.
El
primero supone admitir que “el registro del significante”,
es decir su inscripción en el dispositivo analítico, se
realiza bajo la forma del significante representando al sujeto para
otro… significante, es decir, codificando las formaciones
inconscientes bajo la forma alienada de la transferencia. Ese momento
evidencia y magnifica el atasco de la comunicación, y recibe
en psicoanálisis el nombre paradójico de
“transferencia”. Cuando llega ese momento, el analista ya
no cuenta por su receptividad de sujeto, por el contrario, ha de
pagar con su persona asumiendo una máscara vacía que
asegura la suposición de un sujeto al saber, vale decir, la
mera suposición de un sujeto a la articulación de
significantes en el inconsciente del analizante. En su texto
“Posición del inconsciente” (1964b) Lacan lo
plantea así:
El
registro del significante se instituye por el hecho de que un
significante representa un sujeto para otro significante. Es la
estructura, sueño, lapsus, chiste, de todas las formaciones
del inconsciente. Y es también la que explica la división
originaria del sujeto. El significante, produciéndose en el
lugar del Otro todavía no ubicado, hace surgir allí al
sujeto del ser que no tiene todavía la palabra, pero al precio
de coagularlo. Lo que había allí listo a hablar, (…)
desaparece por no ser ya más que un significante. (p. 840)
En
este proceso, el cifrado de lo que había allí listo
para decir, como formación del inconsciente, suele ser
evidente, y también efímero. En el caso del síntoma,
ya no es algo puntual sino, como un sueño cada día
repetido, como un lapsus que no cesa de cometerse, la neurosis
primitiva se codifica y atasca como neurosis de transferencia,
“neurosis de engaño”: lo que se dice no es lo que
había para decir, quien dice ha desaparecido, no quedando de
él sino un resto alienado (Lacan, 1964b). La mentira instala
en lo simbólico lo real del (des)encuentro analítico.
Esa
pérdida puede sin embargo ser aprovechada en un segundo
movimiento en el proceso analítico, si retorna como deseo; y
la división subjetiva, el “o bien… o bien”
[vel… vel…] de la alienación primera, puede ser
recuperada como velle,
como voluntad afirmada en un segundo momento de la constitución
subjetiva, momento al que Lacan llama “separación”,
por el cual el sujeto viene en reencontrar en el deseo del Otro su
equivalencia a lo que él es como sujeto del inconsciente
(1964, pp. 842–844).
Este
segundo momento, que es el propiamente analítico, no es
engañoso. El vel
retorna como velle,
voluntad, deseo que se realiza socialmente, se da un estado civil,
desprendiéndose de las marcas significantes del “sistema
de registro”. La in-formación del inconsciente llega así
a destino. ¿Pero qué información? Justamente esa
que la palabra produce y al mismo tiempo impide al hablante: el
deseo.
Así
resume Lacan el fin de la dirección de la cura:
4)
La demanda es puesta entre paréntesis en el análisis,
quedando excluido que el analista satisfaga ninguna.
5)
Al no interponerse ningún obstáculo a la confesión
del deseo, es hacia allí que el sujeto es dirigido e incluso
canalizado.
6)
La resistencia a esta confesión, en último análisis,
no depende de ninguna otra cosa que de la incompatibilidad del deseo
con la palabra (1958b, p. 641).
Se
reconoce en la trayectoria de los autores fundantes del psicoanálisis
el tratamiento de la información que interesa en la
comunicación humana: no es lo que puede ser demandado y
rápidamente codificado con barras o QR [quick
response],
sino que, por el contrario, es el deseo lo que insiste en comunicarse
a través del muro del lenguaje, que al mismo tiempo que lo
produce, le impide pasar. Llamamos “in-formaciones” del
inconsciente a las señales que llegan al oyente, y que éste,
vía interpretación, con suerte, puede, luego de
decodificar, deducir como deseo, metonimia a la que el significante
alude, pero no representa ni significa.
Por
eso, es a través de las formaciones del inconsciente que el
Otro ha de interpretar ese margen, esa metonimia del ser que es el
deseo inconsciente, que no terminará de constituirse si no es
en el lugar de ese Otro. Primero engañándolo,
sorprendiéndolo, inquietándolo. Los síntomas y
formaciones de la neurosis, de la perversión y de la psicosis,
son formas de mentir al partenaire. Teniendo en cuenta que la mentira
es lo simbólicamente real, lo simbólico insertado en lo
real (Lacan, 1976-77), acaso logra transmitir algo con la ayuda del
lenguaje, diciéndolo de modos ambiguos, disfrazados,
desplazados. Al hacer pasar gato por libre, o viceversa, algo pasa de
la chispa del deseo, metonimia de ese ser que ha quedado dibujado por
la eficacia alienante, aislante del lenguaje.
Los
síntomas y formaciones del inconsciente son formas de
comunicar algo que no encuentra expresión directa. Con muy
poco de sentido, con contenidos absurdos como el de los relatos de
los sueños o el de los comportamientos psicológicos,
sean o no conscientemente patéticos, puede lograrse, si hay
una oreja interpretante, el paso del sentido, la verdad o el deseo.
Lo explica Freud en el caso del chiste, vale también para las
otras formaciones del inconsciente.
El
inconsciente, menos profundo que inaccesible a la profundización
consciente, tiene más chances de ser escuchado por el Otro
(para el cual los equívocos pueden ser evidentes y
perturbadores) que por la conciencia del hablante, que no quiere o no
puede saber nada.
Y
el indicador de que algo se ha logrado comunicar, enfáticamente
señalado por Freud, es la sorpresa. Lacan lo evoca en su
seminario sobre las formaciones del inconsciente, indicando que no se
trata de un accidente, sino de una dimensión fundamental. El
fenómeno de la sorpresa tiene algo de originario e inherente a
la información inconsciente que logra pasar, sea porque sacude
al sujeto por su carácter in-esperado, sea porque la
interpretación que se produce en el lugar del Otro devela algo
de una importancia esencial para el hablante, y desconocida por él
mismo. La dimensión de la sorpresa es consubstancial al deseo,
en tanto que éste ha pasado a nivel del inconsciente.
Y
de todas las sorpresas, la mayor suele ser la terminación del
análisis. El ser que estaba allí listo a hablar, que se
dividió para realizar su ejercicio analizante, se reúne
finalmente en un decir conclusivo, performativo de una nueva posición
en el ser, hablante y deseante. A pesar de las incidencias mortíferas
del significante, substancia al mismo tiempo gozante y aislante, de
la que en alguna medida pudo despegar —aprovechando la
elasticidad del nudo estructural—.
El
tiempo de la información
La
mayor preocupación de la teoría de la información
ha sido siempre la economía en los medios de transmisión,
y consecuentemente la eficiencia en el flujo de datos. Actualmente,
con la creciente digitalización de los procesos tecnológicos,
se puede no sólo prescindir de cables, sino incluso poner en
cuestión el bit,
la unidad de información que, por restringirse a la elección
entre dos estados, informa poco, digamos. Con el crecimiento de los
procesamientos de datos a niveles exponencialmente superiores a los
que se planteaban en la época de Shannon y Lacan, se piensa en
reducir la cantidad de unidades de información y el tiempo de
transmisión. La información misma tiende a reducirse a
la más breve cadena de bits posible.
A
partir de la teoría de la complejidad algorítmica,
Kolmogorov y Chaitin definen la información x
en
una cadena binaria como “el más breve programa que
produce x
en una máquina universal de Turing” (Chaitin, 1987).
Pero la ciencia aspira a abreviar aún más la cadena, e
intenta superar por diversas vías la “barrera”
impuesta por la máquina de Turing, donde por ejemplo lo macro
prevalece sobre lo micro
(Hoel,
Albantakis y Tononi, 2013). La más audaz tal sea la
información cuántica donde el bit
es reemplazado por un qubit
(Lombardi, Holik, Vanni, 2016b); se la plantea como una
“generalización” del ya clásico bit
por el “estado cuántico” en un sistema
mecánico-cuántico de dos estados, formalmente
equivalente a un vector bidimensional en el espacio de los números
complejos.
El
qubit
la interesante noción de entanglement
o entrelazamiento entre un elemento que se ve y otro que no. De
manera que una unidad puede aportar lo que en el sistema de Shannon
sería información oculta. El paralelismo entre la
información inconsciente y el deseo como información
oculta es tentador. En uno de esos gestos que algún Sokal
crítica con certera avaricia, podemos incorporarlo al
psicoanálisis para actualizar el lenguaje y tener en cuenta la
fuerza de los paradigmas científicos imperantes, en los cuales
no nos reconocemos y por eso mismo imperan más radicalmente
sobre nosotros.
La
abreviación y economía de los procesos es una
preocupación también desde los comienzos del
psicoanálisis. Las herramientas están allí desde
siempre, pero lo que viene de otro discurso permite a veces
discernirlas mejor, concebir otro empleo, generalizar sus
capacidades. La potencia sobredeterminante del significante, en sus
múltiples niveles (lalengua,
la agramática,
la (a)lógica,
los equívocos del dis-curso),
permite interpretaciones sorprendentes, y sorprendentemente
penetrantes: a veces en cuestión de segundos. Freud mostró
quanta
información está codificada en el único resto
consciente de un sueño, la palabra “canal”, o el
significante “Signorelli”.
Otro
ejemplo, reciente, puede ser el de un analizante que oscila entre la
sensación de ser poca cosa y la potencia del ser; en el fulgor
de esta segunda variante, dice “a mí me llama la
atención que yo, que yo no…, que yo no cometo…,
que yo no cometo lapsus, lapsus del lenguaje. Nunca.”
Si
hubiera pronunciado por ejemplo el enunciado: “llama la
atención que yo no cometa lapsus”, hubiera informado un
hecho del mundo en cierto sentido exterior, una descripción
vacía que nada dice del sujeto analizante. Pero con unos
qubits
de más él añade:
-
A MI ME llama la atención que yo,
-
QUE YO NO…
-
QUE YO NO COMETO…
-
que yo no cometo LAPSUS
-
lapsus DE LENGUAJE.
En
mayúsculas escribimos la información que claramente
está de más, redundancia informática que sin
embargo in-forma del sujeto analizante (éste siempre es
señalado por algún qubit
que sugiere hidden
information).
El “A-MI-ME” del narcisismo es negado por el “QUE
YO NO…” del sujeto del inconsciente, que lo señala
precediendo la elipsis o pausa “(…)”; la
duplicación redundante de “LAPSUS” producida
luego, no es necesaria, sino para señalar la repetición
del decir en el enunciado: “lapsus DE LENGUAJE.”
La
in-formación del inconsciente que vectoriza esta breve
secuencia es enorme, y se puede entrever allí la estructura
misma del sujeto en análisis y su posición sintomática
en el lazo social. Su sustracción, su no decir, y antes aún
su pre-decir un silencio que, en el contexto de su análisis,
resuena y consuena estruendosamente como respuesta a los silencios de
padre. Operación que al mismo tiempo codifica y realiza el
lapsus,
la caída del yo para hacer lugar a ese deseo que, como en los
poemas, se filtra en los silencios entre los significantes
efectivamente pronunciados. Lapsus es “caída”,
étimo de “síntoma” que es “caer con”
o “venir al caso”. Este lapsus negado in-forma
en menos de diez segundos la posición del sujeto en el deseo
inconsciente, señalando la causa, el porqué de su
silencio, el porqué de su caída o apartamiento del
discurso, el porqué de esa afánisis
que Lacan (1966) nos enseñó a escribir con una S
tachada ($)
ante … ¿ante qué?
Evoquemos
a Paul Éluard (1939), señalando que los poemas llevan
grandes márgenes de silencio. Y también la pregunta del
cognitivo que se inserta en el seno del debate entre información
sin significado y restitución de la semántica: ¿qué
queda del conocimiento cuando uno quita creencia, justificación
y verdad?
Este
analizante no hace poesía, pero señala, con sus
silencios, sus breves caídas del discurso, el lugar del deseo;
vectoriza así la hidden
information
del objeto que lo causa, la voz, ante la cual divide o desvanece su
ser como sujeto: $<>a.
Así sujetado, el ser dividido entre el significante que lo
representa y la sensibilidad que sólo se dice en el silencio,
viene al lugar del significado, restituyendo, por decodificación
mediante interpretación analítica, una semántica
a lo que podría ser mera información redundante e
insensata. El casillero vacío, que toma la forma del silencio
en este caso, es la única manera de decir algo
con la ayuda del lenguaje. Así el análisis restituye, a
la información ineficaz de la sesión que se reduce a un
relato de aspecto yoico, la in-formación eficaz del
inconsciente.
No
he llegado a introducir aquí la dimensión del diálogo
en que las in-formaciones del inconsciente se realizan: por razones
de espacio remito a lo que he desarrollado en otro libro (Lombardi,
2015). Allí comenté un dictum de Lacan, que polariza
del lado del oyente la restitución de sentido y razón a
las formaciones del inconsciente, esas que permiten filtrar o decir a
medias el deseo a través del muro del lenguaje: “el no
diálogo encuentra su límite en la interpretación”
(Lacan, 1971, p. 551).
Las
herramientas que proporciona la teoría cuántica de la
información para pensar las in-formaciones del inconsciente en
2019 han sido poco exploradas. También señalo nuestro
propósito en este año, de traer al discurso analítico
las herramientas de las que nos informa el análisis del
discurso, particularmente desde la obra de Jacqueline Authier.
Señalo, a título de muestra, el capítulo: “De
la explicitación máxima a lo interpretativo”
(Authier-Revuz, 2013). Allí explica distintas formas en que,
decir menos, es decir más, y viceversa.
Notas
de autor
1.
En el mismo capítulo de Le moi dans la théorie de Freud
et dans la technique psychanalytique, llamado “Le circuit”,
Lacan juzgó la máquina de calcular más peligrosa
para el hombre que la bomba atómica. En efecto, ha resultado
más peligrosa y también más revolucionaria.
2.
Recuerdo el chiste reiterativo de un investigador mayor y de derecha,
que solía decir, cuando veía a un ayudante atascado en
su tarea: “¡cómo pienso!, estoy herrado”.
Advertí, entonces, que los burros, que suelen estar
“herrados”, para “ser”, y permanecer burros,
comen “pienso”.
3.
Las traducciones del francés son del autor.
4.
Por ejemplo James Joyce, para quien el padre (a quien jamás
criticó, según Colette Soler) no fue un referente
metafórico, jugó sus fichas en el rechazo del nombre
del padre, sino más bien en dejarse incautar de otro modo por
sus referencias ancestrales comunes. Retomó en su obra maestra
del inconsciente a cielo abierto, desde sus primeros textos hasta
Finnegans Wake, los patterns ancestrales que le llegaron en gaélico,
en latín, en griego, y en tantos otros canales de transmisión.
Los no incautos erran, yerran, herran. Joyce la pegó, fue el
autor literario más importante del siglo XX, y habló
todo el tiempo de les-noms-du-père a la manera de
les-non-dupes errent, que en francés es homófono.
Shannon hace mención explícita de la cantidad de
información que emplea Joyce en la elaboración de su
obra, midiendo la cantidad de palabras que emplea: unas 40 veces
superior a las que consigna un diccionario inglés corriente:
“to extremes of redundancy in English prose are represented by
Basic English and by James Joyce’s book ‘Finnegans Wake’.
The Basic English vocabulary is limited to 850 words and the
redundancy is very high. This is reflected in the expansion that
occurs when a passage is translated into Basic English. Joyce on the
other hand enlarges the vocabulary and is alleged to achieve a
compression of semantic content” (1948, p. 15).
Referencias
Authier-Revuz,
J. (2013). Ces
mots qui ne vont pas de soi: Boucles réflexives et
non-coïncidences du dire.
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